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Al llegar la plenitud de los tiempos

 Meditación sobre Gal 3,26-4,11


El libro del Génesis nos cuenta así la vocación de Abrahán:


Yahveh dijo a Abrám: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra”.


San Pablo intenta que los gálatas comprendan que, desde ese momento la Promesa que Dios hizo a Abrám es lo importante; que es la Promesa la portadora de salvación, porque la Ley, que vino mucho después, no justifica a nadie ante Dios. Y San Pablo se esfuerza para que los gálatas comprendan que la Promesa se ha cumplido en Cristo. Ahora, por la fe en Cristo Jesús todos, judíos y gentiles, tenemos acceso a la Promesa que Dios hizo a Abrám:


En efecto, todos sois hijos de Dios por medio de la fe en Cristo Jesús. Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús. Si vosotros sois de Cristo, sois también descendencia de Abrahán, herederos según la Promesa.


Qué palabras tan esperanzadoras. 

La fe en Cristo Jesús, que se perfecciona al ser bautizados en Cristo, nos hace hijos de Dios. Nos  transforma completamente. En Cristo adquirimos un nuevo ser sobrenatural; el Apóstol lo expresa de modo fuerte: «revestidos de Cristo», «somos uno solo en Cristo Jesús», «somos de Cristo».

   Todo lo que para el mundo es esencial –causa de tantas divisiones y guerras– es, para el cristiano, anecdótico. Para Pablo no hay más que un principio de unidad que es Cristo Jesús. Para el cristiano solo hay una realidad que cuenta: llegar a ser plenamente hijos de Dios en Cristo Jesús. Ése es el fruto de la fe y el bautismo en Cristo.

   Los que se han revestido de Cristo son la descendencia de Abrahán, son los herederos según la Promesa. Desde luego, porque así lo ha dispuesto Dios, las pretensiones del cristianismo son asombrosas.


San Pablo intenta que los gálatas comprendan que la historia de la Salvación tiene sus etapas:


Pues yo digo: Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, con ser dueño de todo, sino que está bajo tutores y administradores hasta el tiempo fijado por el padre. De igual manera, también nosotros cuando éramos menores de edad vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo.


Ahora se centra en la Encarnación, el acontecimiento que lleva todo a plenitud, lo fundamenta todo, y da razón y sentido a todo:


Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios.


Qué precioso. Qué capacidad de condensar la obra de la Santísima Trinidad tiene el Apóstol. Cómo llena el corazón de gozo considerar el designio de Dios, que ha llevado la historia hasta el día en el que puede enviarnos a su Hijo. Qué humildad la del Hijo de Dios: el primer acto de la misión para la que el Padre le envía es nacer de mujer. Desde ese día Jesús grabará en su obra el sello de ser Hijo de Dios e Hijo de María.


Pablo ha escrito ya en la Carta que nadie es justificado delante de Dios en virtud de la Ley. Para reconciliarnos con Dios, Jesús nos tiene que rescatar; el precio que paga es terrible: 

Cristo nos rescató de la maldición de la Ley haciéndose maldición por nosotros, pues está escrito: «Maldito todo el que esté colgado de un madero»

A ese precio nos gana el poder de llegar a ser hijos de Dios.


La prueba de que somos hijos de Dios no puede ser más poderosa: La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! Y ese clamor resuena en todas nuestras obras; si no resuena es que no son obras de un cristiano. Es el grito con que Jesús se dirige a su Padre en la Oración de Getsemaní, en aquella hora en la que pidió a sus apóstoles: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad”. Qué emoción se siente al pensar que el Espíritu del Hijo pone en nuestro corazón ese clamor para que podamos dirigirnos al Padre acompañando a Jesús.


La conclusión: De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios. Todo es gracia. Nuestra filiación divina manifiesta el amor que el Padre nos tiene. Por eso damos gloria a Dios viviendo como hijos suyos. Ahora todo está en orden, todo tiene sentido. Cuántas gracias tenemos que dar a la Santísima Trinidad; y a la Madre de Cristo Jesús.


Lo que San Pablo les dice ahora a los gálatas es que hagan honor al obrar de Dios en ellos. 


Pero en otro tiempo, cuando no conocíais a Dios, servíais a los que en realidad no son dioses. Mas, ahora que habéis conocido a Dios, o mejor, que Él os ha conocido, ¿cómo retornáis a esos elementos sin fuerza ni valor, a los cuales queréis volver a servir de nuevo? Andáis observando los días, los meses, las estaciones, los años. Me hacéis temer no haya sido en vano todo mi afán por vosotros.


El conocer sigue al amor. Se conoce según la naturaleza del amor. Dios ha conocido a los gálatas amándolos con amor de Padre, llamándolos a la fe y colmándolos de la extraordinaria gracia que es la adopción filial en Cristo. Los gálatas conocerán al Padre si dejan obrar al Espíritu del Hijo en sus corazones. Si no, volverán al tiempo en el que no conocían a Dios. Y el corazón del Apóstol se llena de tristeza.



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