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Ha de saber el mundo que amo al Padre

Meditación sobre Jn 14,25-31


Estamos en el Cenáculo. Jesús está a punto de encaminarse al encuentro con la Cruz. Concluye su enseñanza:


“Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho”. 


Siempre la obra de la Santísima Trinidad. Nuestra salvación es obra de las tres Personas divinas. Nada se perderá. El Padre nos enviará al Espíritu Santo, que es la memoria viva de la Iglesia, y que nos va llevando a la verdad completa de la Redención obrada por Cristo. La vida de la Iglesia es el testimonio irrefutable de la seriedad de estas palabras del Señor . 


Jesús continúa:


“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: Me voy y volveré a vosotros. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que Yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis”. 

   

Jesús ha venido al mundo a traernos su paz, la paz del Hijo amado, la paz que brota de vivir en el Amor del Padre guardando sus mandamientos. Para dejarnos su paz nos dará el poder de llegar a ser hijos de Dios, nos trasplantará del reino del pecado al Reino del Amor del Padre. Es la conciencia del amor que nuestro Padre Dios nos tiene lo que llena nuestro corazón de paz. Es la paz que el mundo no puede dar, pero tampoco puede quitarnos. Por eso el Señor nos dice que no se turbe nuestro corazón ni se acobarde, que es decirnos que vivamos con la libertad que Él nos ganará en la Cruz, con la libertad de la gloria de los hijos de Dios. 

   El Señor sigue tratando de fortalecer la fe de sus discípulos, de prepararlos para el choque de la Pasión. No quiere que se hundan y se llenen de tristeza considerando que la Cruz es el fracaso definitivo. Jesús que comprendan que es su camino al Padre, y que tiene que ir al Padre para llevar a plenitud la Redención. Pero que se va y volverá a nosotros. Por eso el corazón se nos tiene que llenar de alegría. Qué experiencia tan asombrosa es escuchar las palabras de Jesús en la Iglesia tanto tiempo después de que las pronunciara. 


Jesús sigue despidiéndose de los suyos. Se ve que le cuesta dejarlos:


“Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de aquí”.


Jesús nos deja la razón última de su Pasión: se someterá al poder de Satanás para dar testimonio de su amor obediente y humilde a su Padre Dios. La Cruz será el testigo definitivo de que ama al Padre y que obra según el Padre le ha ordenado. Todo el que mire al Crucificado con fe verá ese amor y esa obediencia, que es lo que tiene valor a los ojos de Dios, lo que hace de la Pasión de Cristo el Sacrificio Redentor. 

   En la Pasión inminente Jesús se sumergirá hasta las raíces del pecado y acogerá en su obediencia amorosa al Padre el pecado del mundo; y todo el sufrimiento que es consecuencia del pecado. Y el sufrimiento, que en sí mismo considerado no tiene valor Redentor porque es fruto del pecado, queda transformado en ofrenda al Padre por nosotros. Que el Padre acoge esa ofrenda lo revela la Resurrección. 

   A partir de esa Hora ya nadie sufre solo. Unido a la Pasión de Cristo todo sufrimiento adquiere sentido y valor a los ojos de Dios. Y el sufrimiento nos hará colaboradores de la obra de la Redención. Y el dolor de cada persona dará testimonio de que Jesús ama al Padre y que obra según el Padre le ha ordenado; y veremos los rasgos del Crucificado en toda persona que sufre.


Excursus: Amor a Dios y obediencia


El Príncipe de este mundo ha grabado en todo pecado el sello del odio a Dios. Desde el pecado de Satanás cada uno de nuestros pecados lleva ese sello. Con la obediencia amorosa a su Padre Dios, Jesús se sumerge hasta las raíces del pecado para expiarlo. Toda la violencia fruto del odio a Dios descargará sobre Él con furia. Jesús acoge en su amor obediente al Padre toda la maldad del pecado y la transforma en ofrenda; por nuestra salvación. Por eso es necesario que Jesucristo sea verdadero Dios y verdadero Hombre.

   En su Pasión, Cristo padece por nosotros y con nosotros. La Pasión de Cristo es realmente la «con-pasión» del Señor. Ya nadie sufre solo, ningún sufrimiento es absurdo, ninguna lágrima se derrama en vano; todo sufrimiento humano adquiere valor Redentor. Empezando por el sufrimiento de Eva cuando tuvo noticia de la muerte de su hijo Abel, y culminando por el de María junto a la Cruz de su hijo –siempre el sufrimiento de las madres–. 

   Y Jesús nos hace capaces de colaborar con Él para expiar nuestros pecados y reparar el mal hecho –siendo conscientes de que el mal, una vez hecho, tiene vida propia y sigue haciendo el mal; por eso la necesidad del Juicio final–. No somos perdonados «desde fuera». Uniéndonos a la Pasión de Cristo somos coprotagonistas del perdón. Y los trabajos y fatigas de la vida, todos los dolores, adquieren un relieve inusitado: ya no tendremos que vivir abrumados porque el sufrimiento que hemos causado no lo podremos reparar. La clave es vivir en Cristo, dando testimonio de que amamos al Padre y obramos según el Padre nos ha ordenado.



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