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La blasfemia contra el Espíritu Santo

Meditación sobre Mc 3,20-30


Justo después de la elección de los Doce, Jesús vuelve con sus discípulos a Cafarnaúm:


Llegados a casa, se aglomera otra vez la muchedumbre, tanto que ni podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de Él, pues se decía: ‘Está fuera de sí’. Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: ‘Tiene a Beelzebul, y en virtud del príncipe de los demonios expulsa los demonios’. 


Jesús domina las situaciones con asombrosa soberanía. Como Él sólo busca complacer a su Padre Dios, no pierde nunca la serenidad. Sus parientes quieren llevárselo unos días para que descanse, porque temen que enferme si continúa con un ritmo de trabajo en el que no tiene tiempo ni para comer. Pero no conseguirán nada porque el Señor tiene una idea clara: 


Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar.1


Ya han venido escribas enviados de Jerusalén. Se vé que las autoridades judías están nerviosas con el nuevo Rabbí de Galilea. Los venidos no pueden ser más innobles: en lugar de reconocer el obrar de Dios y alegrarse porque algunos hombres hayan sido liberados de la posesión diabólica, como no pueden negar los hechos, los tergiversan gratuitamente. Jesús se va a dirigir a ellos:


Y convocándolos les decía con parábolas: ¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Y si un reino se dividiere contra sí mismo, no puede sostenerse el reino aquel; y si una casa se dividiere contra sí misma, no podrá la casa aquella quedar en pie; y si Satanás se alzó contra sí mismo, entonces se encuentra dividido y no puede sostenerse, sino que ha llegado su fin. Ahora bien, nadie puede, entrando en la casa del fuerte, saquear su ajuar si antes no ata al fuerte; y entonces saqueará su casa.


El reino de Satanás está firmemente asentado en el mundo desde el pecado del origen –por eso el río de sangre y lágrimas que es la historia de la humanidad–. Desde que Jesús pronunció estas palabras, su poder de destrucción y de muerte no ha hecho más que crecer. Se está cumpliendo a la letra el lamento del libro del Apocalipsis cuando Cristo resucitado arrojó a Satanás del cielo:


Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo... Por eso, regocijaos, cielos y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la tierra y del mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo.2


No, Satanás es el fuerte y su reino no está dividido. Pero Jesús, con la expulsión de los demonios, manifiesta que ha atado al fuerte y está saqueando su casa. Esto es lo que contempla en el cielo el vidente del Apocalipsis:


Después miré y había una una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos –son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero–. Y gritan con fuerte voz: La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero.3


Desde el día de nuestro Bautismo pertenecemos ya, aunque todavía no plenamente, a esa muchedumbre inmensa. Caminamos hacia la pertenencia plena. Formamos parte del botín del saqueo que Cristo está llevando a cabo en la casa de Satanás.

   Desde que Jesús comenzó el saqueo de la casa del fuerte, sólo está bajo el poder de Satanás el que quiere. Basta decirle a Jesucristo: Si quieres, puedes liberarme; para que Él nos diga: Quiero, queda libre. Y viviremos con la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Luchando, claro. Pero será una lucha serena porque Jesús combatirá con nosotros, y alegre porque lucharemos por la libertad –esa es la única verdadera lucha por la libertad, todo lo demás son luchas por el poder–.


Una vez que ha dejado claro que lo que dicen esas gentes venidas de Jerusalén es un sinsentido, llega la palabra verdaderamente estremecedora de Jesús: 


En verdad os digo que se les perdonarán a los hijos de los hombres todos los pecados y las blasfemias, cuanto quiera que blasfemaren; pero quien blasfemare contra el Espíritu Santo no tiene perdón eternamente, antes será reo de pecado eterno. Es que decían: ‘Tiene espíritu inmundo’.


Qué palabra tan terrible. El principio es muy consolador; luego viene lo sobrecogedor: el hombre puede ser el autor de un pecado que no tendrá perdón jamás; puede hacerse reo ante Dios de pecado eterno.

   Si Jesús no es el Ungido que obra con el poder del Espíritu Santo, entonces no es el Hijo de Dios. Para el que está convencido de que tiene a Beelzebul, y en virtud del príncipe de los demonios expulsa los demonios, Jesús no es el Salvador, con Él no viene el Reino de Dios al mundo. Pero, como Pedro, lleno del Espíritu Santo, confesó delante de las autoridades judías, 


No hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos.4


Por eso, el que blasfema contra el Espíritu Santo ha cerrado completamente su corazón a la Salvación que de Dios nos viene en Jesucristo y, si no cambia, Dios no podrá perdonarle –siempre el misterio de la libertad–. Para invitarle a cambiar Cristo enviará al Abogado. Hablando con sus discípulos en el Cenáculo, Jesús les dijo: 

   

Pero Yo os digo la verdad: Os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado.5


Tenemos que vivir en vigilia de oración: transformarlo todo en oración, pidiendo a Dios que nos dejemos convencer por el Espíritu Santo, para que nos aumente a todos la fe en Cristo Jesús y, así,  podamos entrar en el ámbito del Perdón de Dios: En verdad os digo que se les perdonarán a los hijos de los hombres todos los pecados y las blasfemias, cuanto quiera que blasfemaren.



Citas

[1] Jn 9,4

[2] Ap 12,12s

[3] Ap 7,9s

[4] Hch 4,8s

[5] Jn 16,7s



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