Meditación sobre Mc 1,29-34
Jesús comienza a proclamar el Evangelio de Dios en Galilea, anunciando que el tiempo se ha cumplido y que el Reino de Dios está cerca. Un sábado se presenta en la sinagoga de Cafarnaúm y manifiesta la cercanía del Reino de Dios enseñando con autoridad y liberando a un hombre poseído por un espíritu inmundo. La gente queda admirada y la fama de Jesús comienza a extenderse.
Desde la sinagoga se dirige Jesús a la casa de Simón y Andrés, y en esta casa de familia vamos a ser testigos de cómo sigue creciendo el Reino de Dios en esta privilegiada tierra de Galilea:
Cuando salió de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan de ella. Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a servirles.
Qué admirable relato; qué familiar y qué sencillo todo; Jesús se acerca, toma de la mano a la mujer enferma, y la levanta sana. En su sencillez –tiene que ser en su sencillez, Jesús no sabe qué hacer con lo complejo y enrevesado–, está contenido el misterio de la Encarnación: Dios Padre nos ha enviado a su Hijo para que tengamos vida; con Jesús llega la vida; sólo con Él. Jesucristo ha venido al mundo para cogernos de la mano y darnos la dignidad y la vida; la dignidad de hijos de Dios y la vida eterna. ¿Por qué? Por el amor que Dios nos tiene; no hay otra razón; en Jesús nos está amando Dios con corazón humano. ¿Y qué hizo la fiebre? Pues desaparecer lo más discretamente posible. ¿Qué otra cosa puede hacer? Ante este misterio de amor y de vida la fiebre, signo de la presencia de la muerte, no tiene nada que hacer. ¿Y qué hizo la mujer? Corresponder al amor con el amor: «y ella se puso a servirles».
Ésta es la verdadera gracia que Jesús ha traído a esta mujer: el librarla del poder de la enfermedad la capacita para servirle. San Pablo, con la fuerza que le caracteriza, saca las consecuencias de este comportamiento de la suegra de Pedro: «Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» 1. Ese sábado esa mujer entendió para quién tenía que vivir, y abrió un camino que a lo largo de los siglos ha sido transitado por innumerables cristianas, que vivirán y morirán para el Señor sabiendo, en lo más profundo de su corazón, que son del Señor, que dio su vida por ellas. Y así vivirán para la gloria de Dios y la salvación de los hombres; vivirán una vida llena de sentido y abierta a la eternidad, felices de haber sido hechas dignas de servir a Jesucristo.
San Marcos nos sigue contando que cuando terminó el descanso sabático, una gran muchedumbre fue a buscar a Jesús a la casa de Simón y Andrés:
Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Y no dejaba hablar a los demonios, pues le conocían.
Se ha corrido la voz de que Jesús tiene el poder de curar y expulsar demonios y la ciudad entera, llevando a sus enfermos, va a buscar al Señor. Qué escena tan conmovedora. Envueltos en las primeras sombras de la noche, todas aquellas buenas gentes, familias enteras, llevando a los suyos que sufren, se encaminan hacia la casa de Simón y Andrés que, en aquella oscuridad, era como un faro de luz y de esperanza, que les atraía porque allí está el nuevo Rabbí que ha venido a la ciudad, y acuden a Él con la ilusión de poder volver a sus casas conversando alegremente con sus familiares ya sanos.
Y en esa puesta del sol del último día de la semana comienza ya a advertirse el resplandor del Reino de Dios que está irrumpiendo con fuerza. Ese Reino de Dios irá creciendo, hasta que llegue el día en que Cristo «entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad. Porque debe Él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte... Y, cuando hayan sido sometidas a Él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» 2.
Pero falta tiempo y, como enseguida nos va a explicar Jesús con unas parábolas preciosas, el Reino de Dios va a crecer despacio.
Jesús curó a muchos enfermos y expulsó muchos demonios; y el evangelista nos dice: «Y no dejaba hablar a los demonios, pues le conocían». Esa mañana, en la sinagoga, había un hombre poseído por un espíritu inmundo que, al ver a Jesús, se puso a gritar: «“¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios”». Jesús no se molesta en contestarle –sería dejarse llevar a una dialéctica que a nada conduce–; se limita a ordenarle: «“Cállate y sal de él”» Al demonio no le queda más que obedecer, lo que hace muy contra su voluntad: «Y, agitándolo violentamente, el espíritu inmundo dio un fuerte grito y salió de él» 3.
Jesús no quiere nada con los demonios. Tampoco quiere crear falsas expectativas sobre su persona, y que aquellas gentes interpren su poder en un sentido nacionalista y bélico –que era lo que estaba en el ambiente con relación al Mesías–. Jesús decidirá cuándo, dónde, y cómo se dará a conocer como Rey Mesías. Lo hará con la entrada en Jerusalén montado en un pollino, pocos días antes de ser entronizado en la Cruz. Allí ya no habrá equívocos.
Si el espíritu inmundo en la sinagoga se fue dando un fuerte grito, sería digno de ser oído el griterío de aquelarre de los demonios escapando en la noche. Se presagia ya el amanecer de un nuevo día, de un mundo nuevo.
Citas: 1 Rom 14,7s; 2 1 Cor 15,24s; 3 Mc 1,24s.
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