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El encuentro con la pecadora

Meditación sobre Lc 7,36-50


El relato que Lucas nos ha dejado del encuentro de Jesús con la mujer pecadora es conmovedor. El Espíritu Santo, con la colaboración de los Profetas, ha grabado en el corazón de esta mujer el sello del Israel fiel: tener conciencia del propio pecado y tener la seguridad de que su Dios es grande en perdonar. Escuchemos el relato:


Un fariseo le rogó que comiera con él, y entrando en la casa del fariseo se puso a la mesa. Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume y, estando detrás de Él, a sus pies, llorando, comenzó a bañar con lágrimas sus pies y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies y los ungía con el perfume. 


Esta mujer conoce a Jesucristo. Del modo que sólo el Espíritu Santo sabe, esta mujer ha adquirido la certeza de que en Jesús de Nazaret ha venido al mundo la misericordia de Dios. Y va a su encuentro. Sabe que Cristo entenderá el lenguaje del frasco de perfume; así no tendrá que explicarse delante de todos aquellos hombres. Pero no contaba con lo que le iba a suceder al llegar junto a Jesús. Cuando se encuentra con el Señor, el amor a Dios y el dolor por sus pecados se desbordan, y pierde el control. Jesús sabe lo que está pasando en el corazón de la mujer y deja hacer. 


Jesús también sabe lo que pasa en el corazón de Simón y va a intentar que este fariseo, con un corazón reseco por el legalismo, comprenda que lo que está sucediendo en su casa es una cuestión de fe y de amor.


Viendo esto, el fariseo que le había invitado se decía para sí: “Si éste fuera profeta sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora”. 

   Jesús le respondió: “Simón, tengo algo que decirte”. Él dijo: “Di, maestro”. “Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?” Respondió Simón: “Supongo que aquel a quien perdonó más”. Él le dijo: “Has juzgado bien”.


En esta breve parábola Jesús deja claro que el perdón y el amor agradecido a Dios se encuentran. El amor a Dios abre nuestro corazón al perdón. Por eso al que ama mucho mucho se le perdona, y al que mucho se le perdona es porque ama mucho. Como amor agradecido a Dios va a interpretar Jesús el comportamiento de la pecadora.


Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho. A quien poco se le perdona, poco ama”. Le dijo a ella: “Tus pecados quedan perdonados”. Los comensales empezaron a decirse para sí: “¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?” Pero Él dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz”.


¿Ves a esta mujer? Simón no ve a esa mujer; para ver a esa mujer hay que mirarla con los ojos de Jesús. Jesús ve a esa mujer, ve el arrepentimiento y el amor agradecido de la que ha sido pecadora y, porque ha amado mucho, Dios le perdona mucho.

   Simón es un legalista y para estas gentes la Ley, en lugar de una ventana que se abre al Corazón del Dios rico en Misericordia, se convierte en un espejo en el que sólo se ven ellos mismos. Simón tampoco ve a Jesús. Por eso el modo como le ha tratado, que contrasta tan profundamente con el comportamiento de la mujer. 

   Tus pecados quedan perdonados. Cristo ve a esa mujer y le dirige las palabras que la humanidad estaba esperando oír desde el pecado del origen. Para pronunciar esta palabra –que resuena en una casa de familia–, se ha hecho hombre el Hijo de Dios y, en la Cruz, ha llevado nuestros pecados en su cuerpo. 

   ¿Quién es éste? La pregunta que se hacen los comensales es la pregunta clave: ¿quién es Jesús? Si perdona los pecados, si puede darme el poder de reparar y expiar todo el mal que he hecho en mi vida, si puede reconciliarme con Dios y llevarme a la vida eterna, ése es el único hombre importante en mi vida.

   Tu fe te ha salvado. Jesucristo ya nos ha dicho que el amor es una de las claves del perdón; ahora nos da la otra: la fe. La fe y el amor. Éste es el corazón de la vida cristiana. En el encuentro con la misericordia de Dios que se ha encarnado en Cristo Jesús, la fe y el amor abren espacio al perdón y a la salvación. 

   Vete en paz. Son las últimas palabras de Cristo. Esta mujer entró en casa de Simón abrumada por sus pecados y sale con el alma llena de la paz que Jesús ha venido a traerle. Puede irse en paz. Pero eso no significa que vaya a separarse del Señor: vivirá unida a Él en la fe, en el amor, en el agradecimiento, y en la lucha para no pecar más. Esta mujer ha recorrido un largo camino en su vida: estuvo bajo el poder del pecado; la fe le dio la seguridad de que su Dios es grande en perdonar; en Cristo Jesús se ha encontrado con ese perdón. Ya no se separará de Él. Una vez que te has encontrado con Jesucristo ya no le puedes dejar; la vida sin Cristo ya no tiene sentido, es vivir esclavo de la maldad del pecado.


Este episodio es propio del evangelio de Lucas. Justo a continuación de este relato el evangelista nos presenta el grupo de las mujeres de Galilea. Quizá esta mujer llegó a ser una de ellas. Si nuestra protagonista estuvo en el Calvario con esas mujeres admirables, al contemplar a Jesús crucificado empapado en su Sangre, debió pensar: Esto era; por eso me comporté aquel día como lo hice; por eso le ungí con el perfume y con mis lágrimas; por eso cubrí de besos sus pies; me alegro profundamente de haberlo podido hacer. Y en lo íntimo de su corazón le diría: Jesús, me dijiste: tus pecados quedan perdonados; lo que no me dijiste es el precio que ibas a pagar Tú por mis pecados. Dijiste: ha amado mucho; lo que no dijiste es lo que nos has amado Tú. Me dijiste: Tu fe te ha salvado; lo que no me dijiste es que esta fe que salva brota del misterio de tu Pasión. Me dijiste: Vete en paz; lo que no me dijiste es que esa paz la ibas a ganar en el combate de la Cruz. Ese día esa mujer entendió la grandeza de su encuentro con Jesucristo; ese día se convirtió plenamente.

   Esta mujer estaba esperando a Jesús. Ella no lo sabía, pero Dios Padre la estaba preparando para el encuentro que transformaría su vida. Y ella fue dócil a la acción de Dios. Ésa es la esperanza que Dios tenía puesta en ella. Y la que tiene puesta en cada uno de nosotros.



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