Meditación sobre Mc 3,7-12
Otra vez va Jesús con sus discípulos hacia el mar, ese humilde lago de Genesaret que fue testigo de tantas cosas grandes y al que Jesús debió tener un afecto especial. Ese mar, cooperador de tantas obras de Jesús, fue más de una vez la cátedra desde la que Jesús nos ha dirigido su enseñanza.
Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar, y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón, una gran muchedumbre, al oír lo que hacía, acudió a Él. Entonces, a causa de la multitud, dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca, para que no le aplastaran, pues, habiendo curado a muchos, cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarlo.
La muchedumbre acude a Jesús al oír lo que hacía. ¿Y qué es lo que hacía Jesús? Hablarnos del amor que su Padre nos tiene, anunciar la cercanía del Reino de Dios, invitar a la conversión y a la fe, y manifestar la verdad de sus palabras con obras de vida. Para traernos la vida ha venido el Hijo de Dios al mundo. Fuera de esa vida que Jesús nos trae, todo está marcado con el sello de la muerte.
Cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarlo. Qué misterio tan asombroso es la Encarnación: el Unigénito de Dios puede ser tocado por la multitud. La primera Carta de San Juan resalta ese misterio:
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó–, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.1
La Vida, que estaba vuelta hacia el Padre, se nos ha manifestado en Jesús de Nazaret. Por eso basta tocarlo con fe –o tocar la orla de su manto– para recibir esa vida y ser curado. Eso hace la muchedumbre. Pero, además del anhelo de vida eterna, ese abalanzarse para tocar a Jesús es también signo poderoso del deseo de comunión del corazón del hombre; comunión con Jesucristo y, en Él, comunión entre nosotros y con el Padre. Es el rico simbolismo del tocar a Jesús.
Pero hay también allí un grupo de pobres seres que no pueden tocar a Jesús; no pueden entrar en el misterio de la comunión con Dios; a ellos no puede llegar la vida que Jesús ha traído al mundo, porque es vida que viene de Dios y ellos decidieron rechazar la relación con Dios de forma irrevocable. Son los espíritus inmundos.
Y los espíritus inmundos, al verle, se arrojaban a sus pies y gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios”. Pero Él les mandaba enérgicamente que no le descubrieran.
No pueden tocar a Jesús, pero pueden arrojarse a sus pies y confesar que en Jesús de Nazaret obra Dios. Allí, junto al mar de Galilea, estos espíritus inmundos anticipan ya lo que sucederá cuando, fruto de su obediencia hasta la muerte y muerte de Cruz, Cristo sea Exaltado para gloria de Dios Padre:
Dios lo exaltó, y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre.2
Los demonios creen que en Jesús está obrando el Dios vivo y verdadero; por eso se postran ante Él y confiesan el señorío de Cristo Jesús. Los espíritus inmundos se postran ante el Señor, pero lo hacen sin amor y sin arrepentimiento, porque desde el día que se rebelaron contra Dios y su Designio han rechazado de forma irrevocable su Misericordia; lo hacen sin esperanza, porque ellos rechazaron de modo definitivo la verdad y la vida que viene de Dios. Es la fe de los demonios a la que se refiere la Carta de Santiago: ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan.3
Marcos termina el relato diciendo que Jesús hace callar con energía a los espíritus inmundos. A Jesús no le interesa lo que esos pobres seres puedan decir de Él, porque es un decir que no brota del amor a su Padre Dios, y lo que no sea expresión del amor al Padre, al Hijo no le interesa, no tiene ningún valor a sus ojos.
El Hijo ha venido al mundo a traernos el amor con el que el Padre le ama a Él, y la vida que del Padre recibe. Por eso sólo el que tiene conciencia de su filiación divina y lucha seriamente por vivir agradando a Dios puede decir a Jesús: creo firmemente que Tú eres el Hijo de Dios; lo creo porque me has dado a participar de tu filiación divina; porque me has transplantado el Reino del Amor de tu Padre; porque me has dado tu Espíritu, que clama en mi corazón, ¡Abbá, Padre! Jesús es el Hijo que nos introduce en la comunión de conocimiento, vida y amor que tiene con su Padre. La filiación divina es la prueba de que Él es el Unigénito de Dios.
Citas:
[1] 1 Jn 1,1s
[2] Flp 2,9s
[3] Sant 2,19
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