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Si me amáis, guardaréis mis mandamientos

Meditación sobre Jn 14,15-24


Estamos en el Cenáculo. Judas, el traidor, ya ha salido a la noche y Jesús está a solas con sus fieles. La conversación se hace particularmente íntima. El Señor acaba de invitar a sus discípulos a creer en Él; ahora va a invitarnos a que le amemos:


“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero vosotros lo conocéis, pues a vuestro lado permanece y en vosotros está”. 


Jesús invita. Siempre. Él no avasalla ni manipula. Invita. Si acogemos su invitación lo primero será pedirle que nos dé la gracia necesaria para amarle con todo el corazón, y para que guardar su palabra sea la razón de nuestro obrar. 

   Si le amamos, el Hijo nos hace el tema de su oración, nos introduce en su conversación con el Padre. Fruto de esa oración el Padre, que ya nos ha enviado a su Hijo, nos enviará su Espíritu. Y el Espíritu de la verdad nos llevará a sabernos hijos de Dios, que es nuestra verdad más profunda, y nos hará capaces de vivir la filiación divina. San Pablo, en la Carta a los Romanos, lo expresa admirablemente: 


Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abbá, Padre!» Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados.


El Espíritu de Dios, que el Padre nos envía porque se lo pide su Hijo, es el Espíritu de hijos de adopción que nos hace capaces de llamar a Dios: «¡Abbá, Padre!». El mundo, que no ama a Jesús, no puede entender nada de esto. No va con él.


Jesús sigue desplegando un horizonte asombroso:


“No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis, porque Yo vivo y vosotros viviréis. Aquel día conoceréis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y Yo en vosotros. El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama será amado de mi Padre, y Yo le amaré y me manifestaré a él”. 


Si amamos a Jesús estará siempre con nosotros. Jesús Resucitado volverá y nos dará a participar de su vida. Ese día conoceremos que nos ha introducido en la comunión de conocimiento, vida y amor que Él tiene con su Padre. Qué preciosa la frase que comienza invitándonos a recibir y guardar sus mandamientos. Qué asombroso destino nos espera si recibimos los mandamientos de Jesús y los guardamos. 


Ahora interviene un apóstol:


Le dice Judas, no el Iscariote: “Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?”. Jesús le respondió: “Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”. 


Qué admirable la respuesta de Jesús. Comienza con la invitación a amarle y luego, con una cadencia perfecta va desplegando delante de nuestros ojos un panorama asombroso donde está contenido el designio de Dios para cada uno de nosotros. Me parece que lo que hay que hacer es dejar que estas palabras de Jesús se nos graben en el corazón y vayan resonando día a día a lo largo de nuestra vida. Qué camino tan divino el que podemos recorrer desde amar a Jesús hasta ser morada de la Santísima Trinidad. Qué valor debemos de tener a los ojos de Dios. 


Jesús termina dándonos la clave de por qué escuchar su palabra y vivirla tiene este asombroso poder de transformarnos:


“El que no me ama no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado”.


Con qué tristeza debió pronunciar Jesús estas palabras. Amarle y acoger su palabra nos abre a la comunión de conocimiento, vida y amor con la Santísima Trinidad. El que no ama a Jesús no puede guardar sus palabras. Pero eso significa rechazar la palabra que viene de Dios y es portadora de vida, amor, sabiduría, verdad, belleza, justicia, bien, etc. Y rechazar la palabra de Dios es lo que ha convertido la historia en un gigantesco río de lágrimas y sangre. 


Escuchas a Jesús, meditas con calma sus palabras en la oración y la vida queda transformada en un continua acción de gracias a Dios por el amor que nos tiene.



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