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Salió el sembrador a sembrar su semilla

Meditación sobre Lc 8,1-15

Nos cuenta san Lucas:


Y sucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios. Le acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que los asistían con sus bienes.


Qué grupo tan sorprendente. Estas mujeres de Galilea son grandes. Acompañarán a Jesús hasta Jerusalén, estarán junto a la Cruz y, en la mañana de la Resurrección, serán testigos de que el sepulcro está vacío, que el anuncio del Señor era muy verdadero, que con Él ha venido el Reino de Dios al mundo y la muerte ha perdido su poder. 


El evangelista continúa:


Como se reunió mucha gente, e iban hacia Él de todas las ciudades, les dijo por medio de una parábola: 

   “Salió el sembrador a sembrar su semilla. Y al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino, fue pisada y las aves del cielo se la comieron; otra cayó sobre piedra, y después de brotar se secó por no tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella los abrojos la ahogaron; y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto centuplicado”. 

   Dicho esto, clamó: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.


Jesús nos da la clave de lo que ha sido su vida de predicador. Desde que el Espíritu descendió sobre Él junto a las aguas del Jordán y comenzó a proclamar el Evangelio del Reino de Dios, ha sembrado a voleo por todos los caminos de Galilea. La semilla ha caído en tierras diversas. Una parte encuentra tierra buena y dará fruto abundante. Eso es lo importante. Jesús sabe que su palabra encontrará siempre corazones nobles. ¿Que mucho de lo sembrado se pierde? Puede ser, aunque esas cosas sólo las conoce Dios, y Dios tiene sus caminos y tiene sus tiempos.


El evangelista nos dice que cuando predicó esta parábola Jesús tenía ante Él una gran muchedumbre deseosa de escucharle; gentes que venían de todas las ciudades de Galilea. Pero Jesús sabe que se acerca su hora y no mucho tiempo después, en Jerusalén, tendrá delante otra gran muchedumbre; pero esta vez no para escuchar la Buena Nueva del Reino de Dios, sino para vocear enfurecida pidiendo su condena:


Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: “¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás!” Éste había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”


Se tiene la impresión de que todo lo que Jesús ha sembrado se ha perdido; que sus palabras han quedado sepultadas por el poderoso grito: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» Precisamente silenciar su palabra, matar su memoria, es uno de los motivos para elegir el ignominioso suplicio de la cruz. Pero, ¿ha podido ese grito, que contiene todo el odio del mundo a Dios y al hombre, sepultar las palabras de Jesús, que es el Verbo de Dios? No. Las palabras de Jesús son más fuertes que la muerte; la Resurrección las hará eternas.

   Por eso la palabra de Jesús sigue encontrando buena tierra y dando fruto a lo largo de los siglos; fruto de gloria de Dios, fruto de santidad, fruto de humanidad, fruto de vida eterna. Eso es lo que importa. Eso es lo que Jesús quiere que se grabe en el corazón de sus discípulos al predicar esta parábola.   

   Jesús nos dice que viviremos lo que Él ha vivido así que, tranquilos, y a la tarea. Lo nuestro es sembrar la Buena Nueva del Reino de Dios allí donde estemos; la prudencia nos dirá cómo hacerlo en cada circunstancia.


Jesús termina con una invitación a escuchar sus palabras. A Jesús le gustan las parábolas porque respetan la libertad del que las oye; el que quiera buscará el sentido de la parábola y entrará en ella.


El relato continúa:


Le preguntaban sus discípulos qué significaba esta parábola, y Él dijo: “A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo, no vean y, oyendo, no entiendan”. 


Los discípulos, desde el día que escucharon la invitación de Jesús a seguirle, pertenecen a ese grupo de elegidos a los que Dios ha dado a conocer su Reino; por eso se han ganado el derecho de preguntar por el significado de la parábola. En su respuesta, el Señor nos va a dar la revelación que solo los discípulos de Jesús pueden aceptar y, por eso, entender.


“El sentido de la parábola es éste: la semilla es la palabra de Dios. Los de a lo largo del camino, son los que han oído, pero después viene el diablo y se lleva de su corazón la palabra, no sea que crean y se salven. Los de sobre piedra son los que, al oír la palabra, la reciben con alegría, pero no tienen raíz; creen por algún tiempo, pero a la hora de la tentación se vuelven atrás. Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones y las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a dar fruto. Y lo que cayó en tierra buena son los que oyen la palabra con un corazón bueno y generoso, la guardan, y dan fruto con su perseverancia”.


«La semilla es la palabra de Dios». Ésta es la revelación que da sentido a la parábola; la revelación que solo Jesús –el Verbo de Dios– puede hacer. Porque la semilla es la palabra de Dios, Él es en último extremo, el Sembrador. A esto se refiere el comienzo de la Carta a los Hebreos: 


Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo


¿Por qué siembra Dios su palabra en el mundo? Por el amor que nos tiene; no puede haber otra razón. El amor es la razón última del obrar del Dios que es Amor. Ese amor transforma el mundo, que estaba sometido al pecado, en el ámbito en el que el Sembrador siembra su semilla.


Estamos en el horizonte escatológico, en el horizonte de la última hora, no en el ámbito de la moral y el comportamiento. Si la semilla es la palabra de Dios todo nos lo jugamos en acogerla. Y aquí comparece el diablo que, nos revela Jesús, es el adversario de la palabra de Dios El diablo obra movido por odio a Dios y al amor que Dios nos tiene, es el enemigo de nuestra fe y de nuestra salvación. 

   Con esta revelación sobre el diablo, que solo Jesucristo –que lo conoce y tiene poder sobre él– puede hacer, me parece que no compensa detenerse mucho en el simbolismo de los tres primeros terrenos: llevan todos el sello del obrar del diablo: la palabra de Dios no llega a dar fruto en ellos. 

   Las palabras de Jesús son una invitación a la vigilancia, una advertencia del peligro de la superficialidad, y un intento de hacernos considerar que la palabra de Dios necesita un corazón en el que pueda ser escuchada, un corazón amigo de la oración y del silencio.


Donde de verdad tenemos que centrarnos, la luz que tiene que iluminar nuestra vida, el camino por donde nos quiere llevar el Espíritu Santo, es lo que Jesús nos dice acerca de la buena tierra. Qué misterio tan grande la fecundidad de la palabra de Dios en nuestro corazón; que amor nos tiene Dios para hacernos capaces de acoger su palabra y de vivirla. Éste es el misterio de la santidad. La santidad de vida es la prueba de que se guarda en el corazón la palabra del Dios tres veces Santo. 


Excursus: La importancia del corazón


La puerta para entrar en la parábola del sembrador tiene doble hoja. La primera hoja se abre pidiéndole a Dios que nos dé un corazón bueno y noble que nos haga capaces de llegar a ser tierra buena. Dios nos escucha y nos da el modelo para que, teniéndolo siempre ante los ojos, guardemos su palabra con perseverancia. El modelo es María, la única persona humana que ha acogido plenamente la palabra de Dios. Ése es el misterio contenido en la respuesta de María al anuncio del ángel Gabriel: 


“He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”


María acoge la Palabra eterna de Dios, primero en su corazón, luego en su cuerpo y en su vida. En cierto modo toda la santidad de la Iglesia brota de la tierra buena que es María, la Madre de Jesús. Y el Señor nos la dará por Madre para que nos enseñe y nos ayude a ser tierra buena, a tener un corazón como el suyo, capaz de dar fruto abundante.


La segunda hoja de la puerta por la que se entra en la parábola se abre pidiéndole a Dios que nos haga sembradores, que nos dé un corazón decidido y valiente, capaz de cooperar con Él en la siembra de esa semilla que es su palabra. Nuestro Padre, además de escucharnos, nos ha dejado un admirable modelo en el profeta Isaías.

   En lo que ahora es el capítulo sexto del libro de Isaías, leemos: 


El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de Èl; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban, Y se gritaban el uno al otro: «Santo, Santo, Santo, Yahveh Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria».

   Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo. Y dije: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey Yahveh Sebaot han visto mis ojos!” 

   Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano, que con las tenazas había tomado de sobre el altar, y tocó mi boca y dijo: “He aquí que esto ha tocado tus labios: se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado”. 

   Y percibí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra?” Dije: “Heme aquí: envíame”.


De esta poderosa escena nos centramos en el final. Una vez que el fuego del altar ha purificado su corazón, Isaías puede escuchar la voz del Señor que, porque es Dios, no violenta sino que busca a quien enviar: “¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra?” Y este hombre grande responde con un santo orgullo: “Heme aquí: envíame”. Y Dios lo hace su profeta, y casi tres milenios después de aquella jornada memorable en el Templo de Jerusalén, el profeta Isaías sigue sembrando en el mundo la palabra de Dios. 

   Tenemos que pedir a Dios que nos dé el poder de escuchar su voz que busca un hombre –varón o mujer– a quien enviar de su parte; y que nos haga capaces de responderle: “Heme aquí: envíame”. Entonces entraremos en la parábola, y todo nuestro vivir será un pasar por el mundo sembrando la palabra de Dios. Eso sí que vale la pena.



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