Meditación sobre 1 Jn 2,1-17
En esta carta el apóstol se dirige a los cristianos con el mayor afecto. Con el mismo afecto le escuchamos:
Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos un intercesor ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.
Qué palabras tan esperanzadoras. Cómo contrasta la sencillez de su consejo paterno con la poderosa revelación que nos hace. El contraste responde a que cada uno de nuestros pecados, por muy trivial que nos parezca, vive en el horizonte escatológico, en el ámbito de las realidades últimas donde nos jugamos la salvación. Por eso sólo Jesucristo, que es el Hijo y el Justo, puede ser nuestro intercesor ante el Padre; y sólo Él puede cargar con los pecados del mundo entero en la Cruz. En este horizonte hay que escuchar el hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis.
La Carta continúa:
En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco» y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud; en esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él, debe vivir como vivió Él.
Conocer a Jesucristo, el que ha derramado su Sangre por nosotros y el que por nosotros intercede ante el Padre, es inseparable de guardar sus mandamientos, de escuchar sus palabras y ponerlas por obra; el que no las vive no le conoce. La obediencia es la prueba del conocimiento de la fe. El que guarda su Palabra es trasladado al Reino del Amor del Padre. Y el amor con el que Dios le ama ha llegado a su plenitud. Como permanecemos en Jesucristo, el Padre ya no puede amarnos más. El permanecer en Jesucristo se manifiesta en la vida: debe vivir como vivió Él. Lo demás son milongas. Son milongas decir «yo le conozco» y no guardar sus mandamientos, y son milongas decir «yo permanezco en Él» y no vivir como vivió Él. Y estamos en una hora para vivir en la verdad.
Con este horizonte seguimos escuchando al autor de la Carta:
Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y sin embargo os escribo un mandamiento nuevo, que se es verdadero en Él y en vosotros, pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
El mandamiento que los cristianos tenemos desde el principio es que amemos a nuestros hermanos. Ese es el mandamiento que Dios dio a Caín cuando vio que en su corazón se estaba fraguando la muerte de Abel. El Génesis lo expresa así:
Yahveh dijo a Caín: ¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar.
Caín desobedeció el mandato de Dios, se dejó dominar por el pecado, y mató a su hermano Abel. Entonces resonó en el mundo la terrible palabra de Dios: ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo.
Se puede decir que ese clamor de la sangre del justo Abel, que desde aquel día terrible ha resonado cada vez con más fuerza en la historia, puso en marcha la Redención. Desde el asesinato de Abel el mandamiento del amor al hermano estuvo esperando su cumplimiento; Jesucristo vino a cumplirlo derramando su Sangre. Ahora el mandamiento es nuevo; nuevo por la novedad absoluta del amor del Hijo de Dios Encarnado, y nuevo porque podemos querer con el amor con el que Jesús nos quiere. Es un mandamiento que transforma a cada persona en un hermano.
El mandamiento nuevo va iluminando el mundo, pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya. El que ama a su hermano permanece en la luz y, además, va iluminando el mundo con el amor con el que Cristo nos ama a nosotros. Quizá en algunos ambientes no sea prudente hablar de Jesús. No hables. Hazlo presente. Ilumina ese ambiente con el amor.
San Juan continúa:
Os escribo a vosotros, hijos míos, porque se os han perdonado los pecados por su Nombre. Os escribo a vosotros, padres, porque conocéis al que es desde el principio. Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al Maligno. Os he escrito a vosotros, hijos míos, porque conocéis al Padre. Os he escrito, padres, porque conocéis al que es desde el principio. Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al Maligno.
Quizá el «hijos míos» se refiera a todos los cristianos. Todo cristiano tiene que conocer al Padre, que es el que nos perdona en Jesucristo; tiene que tener la fortaleza de esos jóvenes en los que permanece la palabra de Dios porque han vencido al Maligno; y todo cristiano tiene que llegar a la madurez de la fe, que lleva a conocer a Jesucristo y a vivir en comunión con Él.
No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama el mundo el amor del Padre no está en él, porque todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y la jactancia de las riquezas– no viene del Padre sino del mundo. Y el mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre.
La clave es: Si alguien ama el mundo el amor del Padre no está en él. Pero si el amor del Padre, que es lo único permanente, no está en mí, todo está marcado con el sello de la muerte; por mucho que me engañe, nada tiene sentido. Por eso el consejo: No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Vivimos en el mundo, pero con el corazón lleno del amor que el Padre nos tiene, lo que se manifiesta en cumplir su voluntad. Sólo así permaneceremos para siempre.
Comentarios
Publicar un comentario