Meditación sobre 1 Jn 3,1-10
San Pablo, en la Carta a los Gálatas, nos dice:
Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios.
Que podamos clamar a Dios ¡Abbá, Padre! es el misterio que está en el corazón del cristianismo. Un misterio que tiene su principio y es fruto del amor que nuestro Padre Dios nos tiene:
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro.
En el amor del Padre –la razón de nuestra filiación divina– podemos fundamentar nuestra vida. Solo en ese amor. Lo que edifiquemos en el amor de nuestro Padre Dios permanecerá para siempre; todo lo demás pasará.
Ya somos hijos de Dios. Éste es el gran don que el Padre nos ha hecho. Un don que es tarea y, como todo don de Dios, está destinado a crecer, a llegar a plenitud. Seremos plenamente hijos de Dios cuando seamos semejantes a Jesucristo; la vida es tiempo para crecer en esa semejanza; ése es el sentido de la lucha ascética. La filiación divina es don y misión; tenemos que dar a conocer el Nombre de Dios; abrir espacio al amor del Padre en el mundo; hacer presente a Jesucristo en el ámbito de nuestra vida.
Al que escucha a Dios llamarle hijo esa palabra pone en su corazón el firme deseo de hacer honor a su filiación divina; y esa es la esperanza que mueve su lucha para llegar a ser semejante a Cristo Resucitado. Toda lucha vale la pena con tal de llegar a ese día asombroso en que podamos contemplar la gloria de Jesucristo Resucitado. Ésa es la esperanza que Jesús tiene puesta en nosotros, lo que le pide al Padre cuando está a punto de ir al encuentro con la Cruz:
Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde Yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo.
La lucha para permanecer en Jesucristo:
Todo el que comete pecado comete también la iniquidad, pues el pecado es la iniquidad. Y sabéis que Él se manifestó para quitar los pecados y en Él no hay pecado. Todo el que permanece en Él, no peca. Todo el que peca, no le ha visto ni conocido.
Hijos míos, que nadie os engañe. Quien obra la justicia es justo, como Él es justo. Quien comete el pecado es del diablo, pues el diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo. Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano.
Jesús es el Hijo de Dios, que ha venido al mundo para quitar los pecados llevándolos a la Cruz. En Él no hay pecado. El que permanece en Él, no peca. La clave de nuestra vida de hijos de Dios es permanecer en Jesucristo; vivir de fe y hacerlo todo por amor a Jesús. El que permanece en Jesús obra la justicia, y colabora con el Hijo de Dios que ha venido al mundo a deshacer las obras del diablo. El que permanece en Jesús es verdaderamente hijo de Dioss.
Vivimos en la última Hora. Cada uno tiene que elegir su relación con el pecado. Si quiere pasar por el mundo amando al prójimo y obrando la justicia, o decide poner su vida al servicio de las obras del diablo. Siempre el juicio. Siempre el respeto de Dios por nuestra libertad.
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