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La pregunta por la vida

Meditación sobre Lc 10,25-37


San Lucas nos invita a asistir al encuentro de Jesús con un doctor de la Ley, que va a preguntar lo único que realmente tiene importancia para el hombre; la suya es la pregunta que expresa el deseo más profundo del corazón:


Se levantó un doctor de la Ley y dijo para tentarle: “Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?” Él le dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?” Respondió: 

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”.

Le dijo: “Bien has respondido. Haz eso y vivirás”.


El doctor de la Ley hace la pregunta al único que le puede responder. Solo Jesús, el Hijo que ha venido al mundo a traernos la vida que recibe del Padre y a darnos el poder de llegar a ser hijos de Dios, puede responder a esa pregunta. Lo hace con otra pregunta –modo habitual entre doctores de Israel para determinar bien el tema del diálogo– en la que remite al legista a la Sagrada Escritura, porque el camino de la vida eterna es el corazón de la revelación de Dios a Israel. Todo el obrar del Dios vivo y dador de vida se ordena a darnos el poder de llegar a tener, en herencia, vida eterna.

   Con su respuesta, éste hombre manifiesta que es un verdadero doctor de la Ley; que se ha dejado llevar por los Profetas a lo esencial de las Escrituras de Israel. Jesús nos garantiza que éste es realmente el primer mandamiento que Dios nos ha dado. Solo Él puede hacerlo, porque solo el Hijo conoce el amor con el que Dios nos ama, y que lo nuestro es corresponder al Dios que nos amó primero. Sobre este mandamiento, solo sobre este mandamiento, podemos edificar nuestra vida para la eternidad. Por eso no basta conocerlo, hay que vivirlo. 

   Del primer mandamiento de Dios brota, de modo natural, el segundo: tenemos que amarnos con el amor con el que Dios nos ama; así este amor de convierte en el criterio de juicio cercano para amar al prójimo, al que tenemos que amar con el amor con el que Dios le ama. En la primera Carta de San Juan escuchamos:


Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él... Nosotros amemos, porque Él nos amó primero. 

   Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano.


Dos admirables párrafos centrados en la poderosa revelación: Dios es Amor. Es un conocimiento que se recibe en la fe, porque no hay ciencia humana que nos pueda llevar a conocer este admirable misterio y las consecuencias que se siguen de creer en ese Amor.


El escriba hace una segunda pregunta; una pregunta que también está muy puesta en razón, porque el pecado del origen introdujo una muy profunda división entre los hombres. Desde que la sangre de Abel empapó la tierra, el hombre dejó de conocer quién era su prójimo. Escuchemos la pregunta:


Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: “Y ¿quién es mi prójimo?”


Jesús responde con una parábola admirable. Una parábola que no ha perdido frescura ni fuerza con el paso de los siglos, ni con los cambios de cultura, ni con las traducciones a otras lenguas. Si se escucha con fe es como si estuviera resonando en el mundo por primera vez. Una parábola que contiene la clave de la única revolución capaz de hacer un mundo más humano:


Jesús respondió: 

   “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarlo y golpearlo, se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verlo, dio un rodeo. De igual modo un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él y, al verlo, tuvo compasión y, acercándose, vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, y montándolo sobre su propia cabalgadura le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente sacando dos denarios se los dio al posadero y dijo: Cuida de él, y si gastas algo más te lo pagaré cuando vuelva. 

   ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” Él dijo: “El que practicó la misericordia con él”. Díjole Jesús: “Vete y haz tú lo mismo”.


El hombre que baja por el camino es, para los saltadores, una presa; para el sacerdote y el levita, un estorbo; para el samaritano, un hombre al que hay que cuidar. ¿La clave del comportamiento del samaritano? La compasión. La compasión es la clave. Siempre. La compasión de Dios es la clave de la Redención. Dios, que no puede padecer, sí puede compadecer, y se compadece del hombre sometido al poder de la muerte. Jesucristo ha venido al mundo a traernos la compasión de Dios; a darnos el poder de tener un corazón compasivo. Y la compasión transforma a un extraño en un prójimo, en un hombre al que hay que cuidar. 

   La respuesta del escriba es, también esta vez, plenamente acertada. Y por segunda vez Jesús le dice que no basta saber, que hay que hacer. Estamos en el ámbito de la vida. Desde que la muerte entró en el mundo como consecuencia del pecado, la vida hay que cuidarla. 


Esta parábola de Jesús es la única palabra capaz de poner en marcha la revolución que el mundo necesita. De cada uno depende vivirla en el ámbito de su propia existencia. Por eso la respuesta de Jesús es tan práctica. Jesús nos invita a mirar a esa persona que puedes encontrar por casualidad en el camino de la vida. Y nos dice que el secreto de la mirada está en el corazón. Las personas miramos con el corazón, y en esa mirada nos lo jugamos todo. Por eso tenemos que pedir a Dios un corazón compasivo, que sepa mirar con los ojos de Jesús; un corazón que sepa cuidar la vida, que sea capaz de sufrir con el que sufre, y que esté dispuesto a ayudar en lo que pueda. En último extremo siempre podemos rezar, pedir a Dios que cuide Él de la vida.


Excursus: Jesús y el prójimo 


Justo después del pecado del origen, el libro del Génesis nos cuenta el asesinato de Abel a manos de su hermano mayor Caín. Éste asesinato supuso la quiebra del designio creador de Dios. Dios empezó de nuevo. Pide cuentas a Caín de la sangre de su hermano: 


¿Dónde está tu hermano? Caín contestó: No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? Dios le dijo: ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo


Cuando se medita cómo obró Dios a partir de esa hora terrible, se tiene la sensación de que el clamor de la sangre de Abel provocó un diálogo en el Cielo, un diálogo entre el Padre y el Hijo. Dios Padre preguntó a su Hijo: ‘¿Dónde está tu hermano?’ El Hijo respondió: ‘Sé dónde está mi hermano. Está bajo el poder de la muerte. Voy a ir a liberarlo y lo traeré a Casa’. Y el Padre le dijo: ‘Sí, ve y tráelo a Casa’. 

   Para llevarnos a la Casa de su Padre, Jesús llega hasta la Cruz. Y la Pasión de Jesús graba su sello en toda verdadera compasión, en todo amor verdaderamente humano. Ahora, en toda persona que se acerca a mí para cuidar mi vida está Jesús, el verdadero Samaritano, que viene a traerme la vida, la verdadera vida, la vida de hijo de Dios. 


Jesús vive la Pasión para unirse a toda persona. Ya nadie padece solo, ningún sufrimiento queda olvidado. Jesús es el caminante que recorre los caminos de la tierra con todo hombre que sufre. Si me acerco al que necesita ayuda movido por la compasión llegará un día en que descubriré que he practicado la misericordia con el mismo Jesucristo; que he sido su prójimo. Ese día será muy gozoso porque, como nos dice el Evangelio de San Mateo, escucharemos al Señor decirnos: 


Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme. Y le preguntaremos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? Y Jesús nos dirá: En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.


Lo que Jesús nos está diciendo con esta parábola es que Él es nuestro prójimo y que está en nuestra mano el llegar a ser su prójimo. Si queremos, el misterio de amor y cuidado expresado por la palabra «prójimo», grabará su sello en todas nuestras relaciones humanas; y será el sello del Rostro de Cristo.



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