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El ayuno del cristiano

Meditación sobre Mc 2,18-22 


   El evangelista nos ha contado que mientras Jesús comía con los colegas de Leví unos fariseos se creyeron con la autoridad de pedir explicaciones sobre su conducta. Ahora van a ser otras gentes las que van a pedir cuentas a Jesús, esta vez con motivo de unos ayunos devocionales –no se trata del «gran ayuno del Día de la expiación» ni de otro ayuno solemne de Israel–:


   Y estaban los discípulos de Juan y los fariseos ayunando. Y vienen y le dicen: ¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan y, en cambio, tus discípulos no ayunan?


   Pobre gente. ¿Qué sucederá con estos –y tantos otros a lo largo de la historia– cuando descubran a quién han pedido cuentas?:


   Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos.1


Nosotros no estamos en el mundo para pedir cuentas, nosotros estamos para preparar el día en que tengamos que rendir cuentas al Señor de cómo hemos usado las muchas gracias que de Él hemos recibido.


   Una cosa buena que tiene el comportamiento de estas gentes es que Jesús aprovecha su impertinencia para darse a conocer. Con motivo de la comida con publicanos se revela como el que ha venido a llamar a los pecadores. Escuchemos ahora lo que nos dice de quién es Él: 


   Y les dijo Jesús: ¿Acaso pueden ayunar los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Durante el tiempo que tienen con ellos al esposo no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces, en aquel día, ya ayunarán.


   Los profetas de Israel expresan con distintos lenguajes lo que realmente es inexpresable: el Amor de Dios por su pueblo. Algunos recurren al lenguaje esponsal, con el que se presenta a Dios como el Esposo y a Israel, la Hija de Sión, como la esposa. A este lenguaje pertenece la preciosa página del libro de Oseas:


   Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión; te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh.2


Jesús nos dice que esa Escritura se ha cumplido en Él. Cristo es el Esposo, y la verdadera Hija de Sión es la Iglesia. San Pablo lo expresa admirablemente:


   Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por Ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada.3


El «se entregó a sí mismo por Ella» es lo que da razón del «días vendrán en que les será arrebatado el esposo». 


   En la respuesta que da a los que le interpelan, Jesucristo deja claro que Él ha traído al mundo un nuevo principio. El ayuno de sus discípulos no es cuestión devocional ni ascética; es cuestión escatológica; todo depende de si el esposo, que es Él, está con ellos o no. Por eso la referencia al día en que les será arrebatado.

   Jesús está hablando de la Cruz. La Cruz graba su sello en la vida del cristiano. No sólo dice ausencia porque el Esposo nos ha sido arrebatado, sino que dice el modo terrible como el mundo lo ha hecho. Por eso la Cruz se manifiesta como ayuno; como manifestación de tristeza y añoranza; y como rechazo a mundanizarse. Pablo lo expresa con fuerza:


   ¡Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo! 4


El ayuno abarca todas las dimensiones de la vida del cristiano, no sólo la comida ni sólo unos tiempos determinados.

   Pero el «les será arrebatado el esposo» no es una situación definitiva; la Cruz no tiene la última palabra; Jesucristo volverá en toda su gloria de Resucitado y seremos congregados delante de Él. Ante esta verdad el ayuno de los amigos del Esposo adquiere nueva riqueza.

   Por una parte es testimonio de esperanza: no tenemos aquí morada permanente; hay que aprender a desprenderse de las cosas de este mundo con alegría. Pero, además, hay que preparar el encuentro con Jesús que vendrá a buscarnos. En ese encuentro nos lo jugamos todo. Por eso el Señor nos invitó de tan diversas maneras a vivir vigilantes. Según San Marcos, el último consejo de Jesús a sus discípulos, ya en Getsemaní, fue: 


   Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.5


El ayuno, que está presente en todo el vivir del cristiano, tiene esa dimensión de vigilia de espíritu; es verdadera oración; y nos hace fuertes, capaces de superar toda tentación y de vivir con la mirada puesta en el encuentro definitivo con el Señor.


   El Dios de Israel, que es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, va a establecer una nueva y eterna Alianza en la Sangre de su Hijo encarnado. Jesús nos explica con dos proverbios que no se puede mezclar lo nuevo con lo viejo:


   Nadie cose un remiendo de paño nuevo a un vestido viejo; porque entonces lo añadido tira de él, lo nuevo de lo viejo, y se produce un desgarrón peor. Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos; porque entonces el vino hace reventar los odres, y se pierden el vino y los odres. Para vino nuevo, odres nuevos.


La enseñanza es clara: si se pretende unir lo nuevo con lo viejo se echa a perder todo, tanto lo viejo como lo nuevo. Pero entonces la pregunta es: ¿qué va a pasar con la Alianza del Sinaí y con tantos siglos de fidelidad de Israel a Dios? ¿se va a perder todo? No. No se va a perder nada, porque Jesucristo es el Amén definitivo de Dios a Israel. San Pablo, que este tema lo lleva en el corazón, lo expresa con fuerza:


   Porque Jesucristo, el Hijo de Dios -que os predicamos Silvano, Timoteo y yo- no fue sí y no, sino que en Él se ha hecho realidad el sí. Porque cuantas promesas hay de Dios, en Él tienen su sí; por eso también decimos por su mediación el Amén a Dios para su gloria. 6


Jesucristo asume la Alianza del Sinaí: la acoge, purifica, eleva, e integra en la Nueva Alianza en su Sangre. A purificar lo que en la vida de Israel no es de Dios, lo que se ha ido adhiriendo con el correr de los siglos y no es más que una montaña de preceptos humanos, Jesús dedica mucho esfuerzo. ¿Por qué lo hace? 

   Pues en primer lugar, como siempre, por amor a su Padre Dios: no va a dejar que los hombres, por muy piadosos que se consideren, corrompan la obra de Dios. Luego, por amor a Israel: Jesús es Cristo, el Mesías de Israel, Israel es su pueblo; no va a consentir que esas instituciones que reflejan el amor de Dios por su pueblo queden deformadas por un cúmulo de tradiciones puramente humanas. Y también por amor a la Iglesia: Jesús va a integrar en su Iglesia todo lo santo que hay en Israel, para que se convierta en camino de santidad para el cristiano. Por eso en estos relatos los interlocutores de Jesús, los que de verdad tienen que escucharle, son sus discípulos.


Citas: [1] Mt 25,31s; [2] Os 2,21s; [3] Ef 5,25s; [4] Gal 6,4; [5] Mc 14,38; [6] 1 Cor 1,19s.



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