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Yo soy el Pan vivo

Meditación sobre Jn 6,22-71


Con cinco panes de cebada y dos peces Jesús ha alimentado a una enorme muchedumbre. Al día siguiente estas gentes buscan a Jesús:


Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar vio que allí no había más que una barca y que Jesús no había entrado en la barca con sus discípulos, sino que los discípulos se habían marchado solos. Llegaron otras barcas de Tiberíades cerca del lugar donde habían comido pan después que rezó el Señor la acción de gracias. Cuando la gente vio que Jesús no estaba allí ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús. 


Y lo encuentran:


Al encontrarlo a la orilla del mar, le dijeron: “Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello”. Ellos le dijeron: “¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?” Jesús les respondió: “La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado”. 


Jesús va a lo esencial. Deja claro que el signo del día anterior manifiesta que ha venido a traernos la vida que recibe del Padre. Y les invita a buscar ese alimento, que es el único que permanece para vida eterna. Ante la pregunta que le hacen responde: La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado. No se trata de obrar las obras de Dios. Se trata de dejar obrar a Dios en nosotros. Si le dejamos obrar, si no ponemos obstáculos, el Padre nos llevará a la fe en el Hijo que nos ha enviado. Si vivimos de fe Dios acogerá con agrado todas nuestras obras. 


El diálogo, que realmente no es tal, continúa:


Ellos entonces le dijeron: “¿Qué señal haces tú para que la veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: «Pan del cielo les dio a comer»”. 

   Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del Cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo”. 


Jesús se revela como el Pan de Dios que baja del cielo y da la vida al mundo. Es su Padre el que nos da el verdadero pan del cielo. No hay otro. El maná fue un signo –como el de la multiplicación de los panes– que estaba esperando su cumplimiento. Jesús nos dice: Yo soy el cumplimiento.


Estas gentes vuelven a intervenir, y sus intervenciones da pie a que Jesús profundice su revelación: 


Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan”. 

   Les dijo Jesús: “Yo soy el Pan de vida; el que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed. Pero os lo he dicho: me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga vida eterna, y que Yo lo resucite el último día”.


Jesús es contundente: es el pan de vida y el único que puede satisfacer el ansia de plenitud del corazón del hombre. Jesús es claro: el que no va a Él es porque rechaza la fe. Jesús nos revela que al que vaya a Él lo ve como un don que el Padre le ha hecho. Y como la voluntad de su Padre es que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga vida eterna, y que Él nos resucite el último día, eso es lo que hará; porque ha bajado del cielo no para hacer su voluntad, sino la voluntad del que le ha enviado.


Jesús va a aprovechar la reacción de los judíos para profundizar su revelación:


Los judíos murmuraban de Él porque había dicho: Yo soy el Pan que ha bajado del cielo. Y decían: “¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?” 

   Jesús les respondió: “No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y Yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los Profetas: «Serán todos enseñados por Dios». Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No que alguno haya visto al Padre, sino aquel que vino de Dios; éste ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna”.


La Humanidad de Jesucristo es la piedra de escándalo. Siempre ha sido así. Siempre será así. Que Jesús de Nazaret es el Hijo que el Padre nos envía para darnos la vida eterna solo se puede aceptar en la fe. No hay ciencia humana que nos pueda llevar del hijo de José al Unigénito de Dios. 

   Por eso Jesús insiste en que nadie puede ir a Él si el Padre que me ha enviado no lo atrae –siempre el Padre que me ha enviado–. Pero el Padre nos lleva a su Hijo sin violencia. El Padre atrae. Al que se deje llevar. Y al que se deje llevar Jesús le resucitará el último. Una y otra vez repite Jesús esta expresión que hace referencia a la plenitud de nuestra vida de hijos de Dios. De nuestra participación en la vida de Cristo Resucitado.

   Toda la enseñanza de Dios en las Escrituras de Israel tiene como finalidad llevarnos a Jesucristo. Por eso las Escrituras siguen siendo actuales. La clave es dejarse enseñar por Dios, escuchar al Padre y aprender.

   Jesús está hablando como el Hijo Encarnado, como el que ha venido de Dios y ha visto al Padre. Está hablando para todo hombre. Toda persona, sin excepción ninguna, puede dejar obrar a Dios en él, conocer y obedecer la voluntad de Dios, escuchar al Padre y aprender de Él para dejarse llevar a la fe en Jesucristo. ¿Cómo? Eso solo lo sabe Dios. Ése es el secreto más íntimo del corazón del hombre; y qué importancia tiene en el plan de Dios nuestra libertad.

   Qué solemnes son las últimas palabras de Jesús: En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna. Qué importancia tiene lo que nos dijo al comienzo de esta conversación: La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado.


Jesucristo llega a la culminación de su revelación:


“Yo soy el Pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el Pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo”. 


Siempre la fe como puerta de la vida eterna. La fe que nos lleva a conocer a Jesús como el Pan vivo que el Padre nos envía para darnos la vida eterna. El maná fue un tipo. Jesús es el Pan de vida que el Padre nos ha enviado. El Pan que nos dará es su carne.


La resistencia a creer de los judíos va a dar ocasión a Jesús revelarnos con toda claridad el misterio de la Eucaristía: 


Discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” 

   Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y Yo en él. Como me envió el Padre que vive, y Yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre”. 


Jesús no se detiene en el «cómo». Va a lo esencial: Él es el Hijo que ha venido a traernos la vida que recibe del Padre. Nos la da en la Eucaristía. Así nos introduce, como hijos, en la comunión familiar de vida de la Santísima Trinidad. Ser cristiano es abrir de par en par el corazón a la vida que el Hijo nos trae; y dejar que esa vida nos transforme completamente. 

   La Comunión Eucarística nos introduce en la más íntima comunión de vida con el Señor. Transforma la vida en la tierra en tiempo de crecimiento, tiempo para permanecer cada vez más plenamente en Cristo. 

   Jesús nos dice que Él vive por el Padre, lo que significa que vive desde el Padre y vive para el Padre, para llevar a cabo la obra que el Padre le ha encomendado realizar. Recibir a Jesús en la Comunión nos hace capaces de vivir por Él, vivir desde Él y vivir para colaborar con Él en la obra que el Padre le ha encomendado realizar.

   En la Iglesia cada cristiano tiene acceso a este misterio. Eso hace de la Iglesia una realidad única, donde todos encuentran su hogar, donde todos encuentran su misión, donde todos somos iguales para Dios. No puede haber nada más grande.


El Señor termina su enseñanza. Ha sido una profunda revelación del amor de Dios por nosotros y de su designio de vida para siempre. Veamos la reacción de los que estaban allí:


Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm. Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” 

   Pero sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son Espíritu y son vida. Pero hay entre vosotros algunos que no creen”. Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y decía: “Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre”. Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él. 


En cuanto estos hombres juzgan las palabras de Jesús está claro que no tienen fe. Escuchan las palabras de Jesús como palabras de hombre, como palabras que brotan de la carne y se mueven en el horizonte de la naturaleza. En ese horizonte las palabras que Jesús acaba de pronunciar no tienen sentido, son un completo despropósito. Pero las palabras de Jesús son Espíritu y son vida, y hay que dejar al Espíritu de la Verdad que nos vaya desvelando su sentido, que vaya desplegando la potencia de vida que contienen, que nos vaya introduciendo en ellas. Ésta es una dimensión principal de la fe en Jesucristo: escuchar sus palabras, contemplar sus obras, y dejar obrar al Espíritu Santo. Por eso a Jesús solo se le puede comprender en la vida de la Iglesia. 

   El Señor no se sorprende de la reacción de estos discípulos. Debió dolerle mucho que esos hombres que le habían seguido hasta aquí decidan alejarse de Él justo cuando les revela el misterio de vida que ha venido a traerles. Le debió entristecer profundamente, pero no le alteró. Sabía que iba a pasar. Jesús conoce el corazón del hombre y sabía, desde el principio, quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Pero Jesús tiene paciencia, abre espacio a la conversión. Por eso dice de Él el libro de Isaías: Caña quebrada no partirá, y mecha mortecina no apagará. Eso es lo que Jesús ha hecho con estos discípulos y esto es lo que hará con Judas. 

   Jesús vuelve a decirnos que la verdadera razón de la falta de fe en Él es que estos hombres se resisten al obrar de Dios en ellos. Esta es siempre la clave. Estos hombres pretenden poner condiciones al obrar de Dios. No escuchan las palabras de Jesús como palabras portadoras del Espíritu dador de vida. Por eso el escándalo. Pero si esas palabras de Jesús nos escandalizan, ¿qué será la Cruz? Porque la Cruz es el verdadero escándalo. Lo es para los judíos, que no pueden aceptar que el Mesías de Israel se someta a la Pasión, y lo es para la sabiduría del mundo, que no puede comprender que el Crucificado sea el Dios Redentor. 

   Qué preciosa es esta insistencia de Jesús, a la que ya se ha referido de distintos modos, de que nadie puede ir a Él si no se lo concede el Padre que le ha envuelto. Con qué luz tan clara nos revela el amor del Padre por nosotros: el Padre nos envía a su Hijo y todo lo que el Padre hace es para llevarnos a su encuentro en la fe. Solo podemos encontrarnos con Jesucristo si nos dejamos llevar por el Padre. Y cómo iluminan los evangelios estas palabras de Jesús. Porque los evangelios están cuajados de encuentros con el Señor. Detrás de cada uno de ellos está el amor del Padre, la obra del Padre, la voluntad del Padre, la enseñanza del Padre. Qué privilegiados somos. Cuán agradecidos tenemos que ser.


Jesús está hablando para los Doce, para fortalecerlos en la fe, para que acepten sus palabras aunque todavía no las pueden comprender, para que confíen en la obra de Dios en ellos. Jesús los está preparando para que no se escandalicen ante el drama de la Cruz y acepten, aunque no comprendan, que están viendo al Hijo del hombre volver al Padre. Vamos a ver su reacción:


Jesús dijo entonces a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios”. Jesús les respondió: “¿No os he elegido Yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es un diablo”. Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote, porque éste lo iba a entregar, uno de los Doce.


¿También vosotros queréis marcharos? Qué terrible pregunta. Nuestra vida es, lo queramos o no, una respuesta a esta pregunta; la de Simón Pedro es admirable. Jesús es el Santo de Dios, el portador de la Santidad de Dios, al que Dios nos ha enviado porque quiere trasplantarnos del poder del pecado al ámbito de su Santidad. Las palabras de Jesús son Espíritu y son vida. Son portadoras de la vida que Él recibe del Padre. Hasta la venida del Santo de Dios el mundo estaba sometido al poder de la muerte. Ya no. El que acoge las palabras de Jesucristo es trasladado del ámbito de la muerte al de la vida eterna. Toda otra palabra, por muy noble y sincera que sea, pasará. Solo las palabras de Jesús permanecerán para siempre. Solo en ellas podemos fundar la vida para que se abra a la eternidad. 

Señor, ¿donde quién vamos a ir? Una vez que te has encontrado con Jesucristo, ¿donde quién vas a ir? Una vez que has escuchado sus palabras, ¿qué otra palabra te puede interesar? Una vez que crees y sabes que Jesús es el Santo de Dios todo lo demás es, como dice el sabio, ¡Vanidad de vanidades! –dice Cohélet–, ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! El que se aleja de Jesús es que nunca se ha encontrado con Él, nunca ha creído en Él, nunca le ha escuchado con fe, nunca le ha conocido; nunca le ha querido porque nunca se ha sabido querido por Él. Ése es el drama de Judas. 

   Cuando Jesús se vuelve a los Doce y les dice que, si quieren, también ellos pueden marcharse, es como si estuviera facilitándoles la marcha. Quizá estaba invitando a Judas a irse con todos los que le dejaron ese día; a nadie le hubiera sorprendido. En cualquier caso, lo que Jesús deja claro es que sólo quiere discípulos que vayan a Él llevados por el Padre, no por otro tipo de intereses; discípulos que acojan sus palabras en la fe. La carne no sirve para nada; escuchar a Jesús en el horizonte hermenéutico de este mundo marcado por el pecado y la muerte, no tiene ningún sentido. El que juzga las palabras del Señor y decide esto sí y esto no, esto me gusta y lo acepto, y esto no me gusta y lo rechazo, no puede ser su discípulo; no puede aceptar que las palabras que nos dice son Espíritu y son vida. 

   Las palabras con las que Jesús cierra este encuentro en Cafarnaúm son particularmente dolorosas. Jesús ha elegido a los Doce con amor de predilección; a ellos se dedica de un modo especial; de ellos espera que lleguen a constituir el fundamento de su Iglesia y lleven su Evangelio al mundo. Jesús sabe que uno de ellos no va a poner su vida al servicio de la Redención; que ha decidido ponerla al servicio de Satanás –es lo que la expresión «es un diablo» significa–. Jesús no da el nombre de ese discípulo ni explica hasta dónde llegará; eso lo dice el evangelista, que escribe muchos años después de los acontecimientos, cuando ya todo es bien conocido.


Excursus: Las palabras de Jesús


Día glorioso aquel en el que resonaron por primera vez, en un mundo esclavo de la muerte, estas palabras de Jesús. Qué privilegiado lugar la sinagoga de Cafarnaúm. Desde aquella sinagoga estas palabras del Señor han ido envolviendo el mundo, iluminándolo con la esperanza de la vida eterna, transformando la vida del cristiano en un trato personal con Jesucristo y en un canto de alabanza a la Trinidad Santísima; y revelando la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia.


Esta potencia de vida de las palabras del Señor nos invita a considerar que, cuando se escucha a Jesús lo primero que hay que preguntarse es: ¿quién es el «yo» que habla? Porque si es el yo de una persona humana, sus palabras son, no pocas veces, un completo despropósito. Pero si el yo que habla es el «Yo» de Dios Hijo entonces, aunque no las entienda, son las únicas palabras importantes en mi vida. El resto es palabrería. Cuando Jesús dice: “Yo soy el Pan vivo”, está diciendo que todo Él es vida y que no hay vida que no nos venga de Él. Que todo lo que no arraiguemos en ese «Yo soy» está marcado con el sello de la muerte eterna. 


Pero no hay camino que lleve del ámbito de la cultura a la fe en que las palabras de Jesús de Nazaret son las palabras humanas del Verbo de Dios. Esa fe sólo puede ser la obra de Dios Padre en nosotros. Ésta es la verdad que Jesús nos revela de distintas maneras en esta enseñanza en la sinagoga de Cafarnaúm.


Qué misterio tan grande el de las palabras de Jesús de Nazaret: dice unas cosas en un remoto lugar del Imperio Romano hace veinte siglos; lo que dice resulta completamente incomprensible para las gentes que le escuchan, hasta el punto que casi todos deciden dejar de escucharlo; pasan los siglos y enormes muchedumbres de toda raza, lengua, pueblo y nación, desde niños hasta ancianos, desde grandes teólogos a personas analfabetas, fundamentan su vida en estas pocas palabras de Jesús; y de esas vidas han brotado ríos de santidad. Todo porque la fe nos dice que son palabras de vida eterna, y que sólo en esas palabras la vida se abre a la plenitud, a la eternidad, a la comunión con Dios, a la filiación divina; y muchas de estas gentes hacen no pequeños sacrificios para poder recibir la Carne y la Sangre de Jesús Resucitado, y pasan muchas ratos de adoración delante del Sagrario. Qué asombroso misterio. Un misterio que brota, como todo en Jesucristo, de que Él es el Verbo Encarnado. Por eso sus palabras son Espíritu y son vida, y sólo se pueden acoger en la fe. Esto significa que hay que fiarse de Jesús y confiar en sus palabras; no tener prisa por entenderlas; dejar que el Espíritu de la verdad, mediante la vida de la Iglesia, nos vaya revelando su verdad completa. Esa es la historia de la Eucaristía.



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