Meditación sobre la Natividad de María
Con la desobediencia del origen el hombre abrió la puerta por la que entró el pecado en el mundo. Y la maldad del hombre llegó a cubrir la tierra; y por esa puerta entró también la muerte, que transformó la Creación, que había brotado de las manos de Dios rebosante de vida, en un gigantesco sepulcro. Desde ese día el sepulcro fue el destino de todo hombre. Para siempre.
Dios no cerrará esa puerta pero, con la obediencia de una mujer, abrirá otra por la que entrará en el mundo la santidad y la vida eterna. Es la Promesa del origen, contenida en la maldición que dirige a la serpiente:
Enemistad pondré entre ti y la Mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar.
Esta promesa de Dios pone en marcha la historia de la salvación. Llegará un día en el que aparecerá una Mujer en la que Dios habrá puesto radical enemistad con Satanás; esta Mujer será la puerta por la que entre en el mundo el Hijo de Dios. Esa Mujer es María. En María de Nazaret Dios ha cumplido su Promesa.
Por eso el día de la Natividad es un día glorioso. Desde el día de su nacimiento podemos contemplarla. Con la Asunción, vivirá para siempre envuelta en la mirada agradecida y gozosa de una muchedumbre inmensa, que abarca el cielo y la tierra, de gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua porque, por inspiración del Espíritu Santo, en la Iglesia tenemos una enorme abundancia de imágenes de la Virgen.
Mirar a María es una gran gracia de Dios, y es dimensión esencial de la vida del cristiano.
El que anhela ser liberado de la esclavitud del pecado –que nos convierte en obradores de iniquidad– puede mirar con esperanza a María, la puerta por la que ha entrado al mundo el Redentor, que viene a llevar nuestros pecados al madero para reconciliarnos con su Padre Dios.
El que no pueda aceptar que el destino inexorable de su vida, después de tantas fatigas y sufrimientos, sea la muerte eterna; el que no se resigna a que tantos amores nobles tengan como destino último el sepulcro; el que aspira a tener una vida valiosa y fecunda, una vida con sentido y que se abra a la eternidad, puede mirar con esperanza a María, la puerta por la que ha venido al mundo el Hijo de Dios para traernos la vida que recibe del Padre.
El que rechaza desde lo más profundo de su corazón que el poder, la violencia y la mentira tengan siempre la última palabra en este mundo; que la verdad y la justicia parezcan siempre lo más débil, puede mirar con esperanza a María, la puerta por la que ha entrado el Hijo Amado del Padre, que ha venido a traernos el Amor con el que el Padre le ama.
Mirar a María llena el corazón de esperanza, de serenidad y de paz.
Hay miradas que pudren el alma y la llenan de amargura. Mirar a María, la llena de gracia, la Inmaculada, purifica el corazón, y deja en el alma deseos de vida limpia y de santidad.
Hay miradas que llevan el sello de la dureza del corazón. Mirar a María, la Madre del Hijo de Dios, nos transforma el corazón; y nos enseña que estamos en el mundo para amar con el amor con el que Ella ama a su Hijo Jesús.
Hay miradas que manifiestan la soledad y la angustia. Mirar a María, la esclava del Señor que pone su vida al servicio de la Redención, nos hace salir del encerramiento en nosotros mismos, nos decide a colaborar con Ella en la salvación de las almas.
El sello que no puede faltar en las miradas a María es la sorpresa y el asombro. Ese asombro que manifestó Isabel cuando su pariente María, con el Niño Dios en sus entrañas, se presentó en su casa. La reacción de Isabel fue exclamar con gran voz: ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Nosotros podemos exclamar: ¿De dónde a mí que el Hijo de Dios haya querido darme a su Madre por madre? ¿De dónde a mí que la Madre de Dios haya querido venir a mi vida? ¿De dónde a mí que yo pueda mirar a María y ver en Ella a la Mujer de la Promesa, a la Madre del Hijo de Dios y a mi Madre?
Este misterio asombroso está contenido en cada mirada que dirigimos a una imagen de la Virgen. Y esas miradas nos van encaminando al día en que veremos a nuestra Madre participando plenamente de la gloria de su Hijo resucitado. Será asombroso.
Excursus: La puerta
La puerta que abrió la mujer con el pecado del origen permanecerá abierta hasta el final de los tiempos. Dios no la cerrará hasta la Parusía, hasta la Venida definitiva de Cristo. Y el hombre se verá expuesto al asalto del poder del mal todos los días de su vida. Esa es la realidad de la historia de la humanidad, y la experiencia que tenemos todos.
La Resurrección de Cristo no cerrará esa puerta. Aunque nos da la garantía de que el Príncipe de este mundo ha sido ya juzgado y arrojado fuera, el hecho misterioso es que la victoria de Cristo hará crecer el poder de las tinieblas en este mundo. El libro del Apocalipsis lo expresa así:
Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Ellos lo vencieron gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la muerte. Por eso, regocijaos, cielos y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la tierra y del mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo.
Terrible «¡Ay de la tierra y del mar!»: anuncia que la furia destructora y asesina del gran Dragón rojo va creciendo a medida que avanza la historia; en estos dos últimos siglos las guerras, los campos de concentración y los abortorios han convertido la tierra en un campo de muerte. Quizá Satanás sabe que le queda poco tiempo.
El combate no se acabará hasta que la Resurrección de Cristo despliegue todo su poder de vida. En la primera Carta a los Corintios, dirigiéndose a los que niegan la resurrección de los muertos Pablo afirma con fuerza:
¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su Venida. Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad. Porque debe Él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte. Porque ha sometido todas las cosas bajo sus pies. Mas cuando diga que «todo está sometido», es evidente que se excluye a Aquel que ha sometido a Él todas las cosas. Cuando hayan sido sometidas a Él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo.
Así cerrará Dios la puerta que la mujer abrió con el pecado del origen y, para toda la eternidad, quedará abierta la puerta que la Santísima Trinidad abrió el glorioso día de la Natividad de María.
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