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Yo estoy en el Padre y el Padre en mí

Meditación sobre Jn 14,1-14


Estamos en el Cenáculo. Jesús, que se está despidiendo de sus discípulos, va a invitarles a creer en Él. La fe les hará comprender que todo responde al designio de Dios. Eso les serena.


“No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde Yo estoy estéis también vosotros. Y adonde Yo voy ya sabéis el camino”. 


Solo creyendo en Dios y en Él podrán salvar el abismo entre estas palabras tan esperanzadoras y la Pasión que Jesús va a vivir horas después. Sólo con la fe se puede aceptar que Jesús es el Hijo de Dios, y que la Cruz no es el fracaso definitivo, que es el camino a la casa de su Padre, donde va a prepararnos un lugar. Solo la fe puede poner en nuestro corazón el deseo, por encima de todo otro deseo, de que Jesús vuelva para llevarnos con Él. Qué misterio nos descubre la fe. Cómo dilata y llena de contenido la vida del cristiano. Qué horizonte de eternidad y felicidad nos abre la fe en Dios y en Jesús. Una vida sin fe está marcada con el sello de la muerte. Antes o después, de un modo o de otro, la muerte tiene siempre la última palabra.


Interviene Tomás:


Díjole Tomás: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” Jesús le dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto”. 


Jesús es el Hijo que ha venido al mundo a darnos a conocer al Padre y a traernos sus palabras; a amarnos con el amor con el que el Padre le ama a Él; y a darnos la vida que recibe del Padre. Jesús ha venido a hacernos hijos amados de su Padre Dios, que es el único modo de ir al Padre. Por eso Jesús es el Camino, y nadie va al Padre sino por Él, y el que conoce al Hijo conoce al Padre, y no hay otro modo de conocerlo.


Las últimas palabras de Jesús provocan la petición de Felipe: 


Felipe le dijo: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le dijo: “Felipe, ¿tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que Yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que Yo os digo no las hablo de mí mismo; el Padre, que mora en Mí, hace sus obras. Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí; a lo menos creedlo por las obras”. 


Para revelarnos que Él está en el Padre y el Padre en Él, y para introducirnos en ese misterio de comunión ha venido el Hijo de Dios al mundo enviado por su Padre. De esa comunión con su Padre brota, como de su fuente, todo lo que Jesús dice y hace. Por eso puede darnos a conocer al Padre, decirnos las palabras del Padre y obrar las obras del Padre. 

   Qué poderoso es que Jesús nos diga que el Padre mora en Él, que el que le conoce a Él conoce al Padre y que el que le ha visto a Él ha visto al Padre. Jesús es la verdadera teofanía de Dios –las de las Escrituras eran un tipo–. Jesús es el rostro humano de Dios. Ves al Niño en Belén en brazos de su Madre y estás viendo al Padre, el amor que el Padre te tiene, y la esperanza que tiene de que llegues a ser su hijo y de tenerte en su Casa para siempre. Jesús nos revela al Padre con su presencia, con cada palabra y con cada obra. Por eso nos dice: Nadie viene al Padre sino por mí.


El Señor ha terminado invitándonos a creer en Él. Si no por afecto y confianza, a lo menos por las obras, que manifiestan que es Dios mismo el que obra en Jesús. Ahora va a volver otra vez a invitarnos a creer en Él. Y nos dice que la fe nos va a abrir un asombroso horizonte.


“En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que Yo hago, y hará mayores aún, porque Yo voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi nombre Yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, Yo lo haré”. 


Por la fe en Jesús nuestra vida adquiere un relieve insospechado: abrimos espacio al obrar de Cristo Resucitado en nuestro mundo. Podemos querer con su corazón, mirar con sus ojos, trabajar con sus manos, sufrir con su Pasión, dar la vida para colaborar con Él en la salvación de las almas, que es la más divina de todas las cosas divinas. 

   Jesús ha empezado diciendo a sus discípulos: Creéis en Dios, creed también en mí. Ahora, a estos hombres habituados a pedir a Dios, les dice: pedid también en mi nombre y pedidme a mí. Y, por dos veces nos asegura: Yo lo haré. Creer en Jesús transforma la oración del cristiano. Todo lo que pueda ser introducido en la fe en Jesús se convierte en una petición que Dios escucha con agrado. La fe nos da un poder inusitado; el poder contenido en ese: Yo lo haré. Un poder que, como todo lo que nos viene de Jesús, redunda en la gloria del Padre, en que el Padre sea glorificado en el Hijo. Asombroso. Según esto, cuanto más pidamos al Señor más gloria estamos dando a Dios. Por eso Jesús está deseando que le pidamos y nos invita tantas veces a vivir en vigilia de oración –¿qué sentido puede tener la vida sin la oración?–.


Cuando Jesús de Nazaret pronunció estas palabras en el Cenáculo tenía delante una docena de discípulos. Han pasado veinte siglos. Contemplas la obra de vida llevada a cabo por los cristianos en el mundo, y la explicación sólo puede ser una: la fe; movidos por la fe, los cristianos hacen las obras de Cristo Resucitado; y están continuamente pidiéndole a Jesús, para que Él pueda hacer lo que le pedimos. Por eso me parece que tenemos que pedirle con frecuencia: Jesús mío, dame la fe con la que quieres que crea en ti.



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