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Las mujeres de Galilea

Meditación sobre el Evangelio de San Lucas 


Después de relatarnos el encuentro de Jesús con la pecadora arrepentida, San Lucas nos dice:


Y aconteció luego de esto que recorrió Él una tras otra las ciudades y aldeas predicando y anunciando el Evangelio del Reino de Dios. Con Él iban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, la llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios, y Juana, la mujer de Cuza, procurador de Herodes, y Susana, y otras muchas, las cuales le servían de sus bienes.


Qué tierra tan privilegiada es Galilea. En Galilea se encarnó el Hijo de Dios, allí vivió la Sagrada Familia tantos años, y en esa región comenzó Jesús a proclamar la Buena Nueva de Dios. Ninguna otra tierra en el mundo ha tenido una relación tan estrecha con el Señor. Los escrituristas que conocen bien esta región  consideran que ha dejado una huella profunda en Jesús, y que sus parábolas se adaptan admirablemente a Galilea: a lo amable de su paisaje, a lo abierto de sus gentes, a lo suave de su clima, a lo fértil de su tierra; y a la presencia del lago. 

   Quizá ésta fue la última vez que Jesús visitó una tras otra las ciudades y aldeas de Galilea despidiéndose de ellas. Jesús sabía que se acercaba la hora de encaminarse al encuentro con la Cruz. En ese camino le acompañarán los Doce, y ese admirable grupo que son las mujeres de Galilea. 

   Lucas nos invita a fijar la atención en estas mujeres y nos da el nombre de algunas de ellas. Pero qué grandes son todas. El agradecimiento las llevó a la fe y al amor. Acompañan a Jesús en Galilea sirviéndole con sus bienes. Le seguirán hasta Jerusalén y, en la hora de la Cruz, el evangelista nos dirá: 


Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y, dicho esto, expiró. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: “Ciertamente este hombre era justo”. Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho. Estaban a distancia, viendo estas cosas, todos sus conocidos y las mujeres que le habían seguido desde Galilea. 


Las mujeres de Galilea, junto con la Madre de Jesús y un puñado de discípulos, están en la Pasión representándonos a todos. En ese pequeño grupo se concentra la fe y el amor a Jesucristo de la Iglesia toda; esa fe y ese amor que no hará más que crecer a lo largo de los siglos. Cuando ponen a Jesús en el sepulcro, San Lucas nos dice:


Había un hombre llamado José, miembro del Consejo, hombre bueno y justo, que no había asentido al consejo y proceder de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús y, después de descolgarle, le envolvió en una sábana y le puso en un sepulcro excavado en la roca en el que nadie había sido puesto todavía. 

   Era el día de la Preparación, y apuntaba el sábado. Las mujeres que habían venido con Él desde Galilea, fueron detrás y vieron el sepulcro y cómo era colocado su cuerpo. Y regresando, prepararon aromas y mirra; y el sábado descansaron según el precepto.


Han acompañado a Jesús hasta el Calvario; han estado junto a Él mientras es crucificado; han sido testigos de su muerte y de su sepultura. Ahora sólo les queda –piensan ellas– tener una última manifestación de amor con su Señor; por eso lo preparan todo para el embalsamamiento y, como son piadosas israelitas, guardan el reposo sabático. ¿Cómo vivirían ese sábado? Me parece que buena parte del tiempo lo emplearían en recordar, llorar y rezar.


Cuando en el amanecer del primer día de la semana se encaminen al sepulcro con los aromas se estarán dirigiendo al encuentro de una gran sorpresa. No será embalsamar el cuerpo el último servicio que presten a su Señor. El servicio, que lo será para el mundo entero, va a ser anunciar que el sepulcro está vacío, que Jesús no está entre los muertos, que ha resucitado:


El primer día de la semana, apenas rayó el alba, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Y encontraron la losa corrida a un lado del sepulcro, y habiendo entrado no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. No sabían qué pensar de esto, cuando se presentaron ante ellas dos hombres con vestiduras resplandecientes. Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra, les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: «Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite»”. Y ellas recordaron sus palabras.


Amanece el primer día de la nueva creación y, con la primera luz del alba, las mujeres de Galilea se encaminan al sepulcro llevando los aromas que ya no usarán. Qué escena tan poderosa. Estas mujeres, que han sido testigos de la muerte de Jesús en la Cruz y han observado con cuidado cómo el Señor fue puesto en el sepulcro, son las primeras que podrán dar testimonio de que Jesús ha resucitado, que no hay que buscarlo entre los muertos, que no está en el sepulcro. La muerte ha perdido su poder. 

   Ésta es la buena nueva que la humanidad esperaba desde el pecado del origen, desde que la muerte se enseñoreó del mundo, la creación convertida en una gigantesca sepultura, y el hombre reducido a un ser para la muerte. ¿Dónde se podían poner los seres queridos  fallecidos? En el sepulcro. Y para siempre. Sin esperanza. Ahora el sepulcro está iluminado con el resplandor de la vida. La muerte ha sido vencida y ya no tendrá el imperio sobre el hombre. Comienza una nueva vida, una nueva creación. 

   Qué hora tan gloriosa. Y ahí están las mujeres de Galilea, que serán las primeras en dar testimonio de este acontecimiento. ¿Por qué ellas? ¿Por qué Dios ha reservado para estas mujeres este asombroso protagonismo en la historia de la Salvación? Me parece que la respuesta es clara: por lo mucho que han querido a Jesucristo, por su comportamiento con Él en Galilea, porque le ha acompañado hasta el sepulcro, y porque es el amor a Jesús lo que las ha llevado a buscarlo aquel amanecer del día que se abre a la eternidad.

   Los ángeles les dicen que no busquen a Jesús entre los muertos; que no lo busquen en el ámbito de la muerte –el ámbito de las riquezas, del poder, de la concupiscencia–. Todo eso está marcado con el sello de la muerte, y Jesús está vivo; ha resucitado tal como lo había anunciado. Y las mujeres de Galilea son las primeras que recuerdan las palabras de Jesús.

   Pero recordar esas palabras de Jesús es el corazón de la vida de la Iglesia. El Espíritu Santo, la memoria viva de la Iglesia, las recuerda –haciéndolas reales y eficaces– en el Misterio Eucarístico. Las mujeres de Galilea están en el origen de esa tradición. Esas palabras de Jesús son las únicas con el poder de transformar el mundo. 


Ese primer recuerdo sucedió en la mañana de la Resurrección junto al sepulcro vacío; y las mujeres fueron enseguida a anunciarlo a la Iglesia:


Regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás. Las que decían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas. Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no las creyeron.


Pero no eran desatinos, sino palabras muy sensatas, muy poderosas, y muy dignas de fe. Son las palabras que la humanidad esperaba ansiosa desde el pecado original. Son las palabras que contienen lo esencial del Evangelio de Jesucristo: el Crucificado ha Resucitado; Dios Padre ha aceptado la ofrenda que su Hijo le ha hecho de su vida por nosotros. Si esas palabras son un desatino, entonces el mundo no tiene esperanza; camina inexorablemente hacia la muerte, por mucho que intente engañarse.


La Iglesia lleva el sello de las mujeres de Galilea: recorrer los caminos del mundo acompañando a Jesús y queriéndole mucho; poniendo la vida y los bienes a su servicio; recordar sus palabras y ser testigos, con nuestra vida, de la muerte y la resurrección del Señor. Estas mujeres de Galilea han abierto el camino a una enorme muchedumbre de mujeres cristianas que han dado mucha gloria a Dios y han hecho un grandísimo bien a los hombres.


Excursus: Las mujeres de Galilea.


De las mujeres que acompañan a Jesús, el evangelista nos dice: habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades. Cuando San Mateo nos deja el recuerdo de su vocación, como invitó a sus amigos, publicanos y pecadores, a la mesa con Jesús y sus discípulos, los fariseos se escandalizaron y dijeron  a los discípulos: “¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?”. El Señor lo oyó y le dijo:


“No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: «Misericordia quiero, que no sacrificio». Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.


Esta es la clave: estas mujeres se saben necesitadas del Médico y del Redentor; saben que Jesús ha tenido misericordia con ellas y las ha liberado del poder de la muerte y del poder de los espíritus malignos. Y corresponden. 

   Después de darnos el nombre de tres de ellas, San Lucas concluye: y otras muchas, las cuales le servían de sus bienes. Es fácil imaginarse en qué consistiría ese servicio en aquellas correrías por las ciudades y aldeas de Galilea. Pero es en el Calvario y en la mañana del Día de la Resurrección donde se conoce el verdadero bien con el que estas mujeres sirven a Jesús: el amor; las mujeres de Galilea le habían dado a Jesús su corazón. Y por ese camino tenemos que ir con ellas acompañando al Señor. El único bien con el que podemos servir a Jesús es nuestro amor; la única riqueza con la que desea enriquecerse es nuestro corazón.


Excursus: «Recordad cómo os habló»


La Carta a los Hebreos se abre diciendo: 


Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas. 


Dios nos lo ha dicho todo por medio de su Hijo, que es su Palabra Eterna, la Palabra que lo sostiene todo. Por eso es clave recordar las palabras de Jesús, porque son palabras del que ha sido Exaltado a la derecha de Dios; palabras vivas y eficaces que dominan todos los tiempos y son siempre actuales; palabras que nos revelan el sentido de su venida al mundo, el sentido de su muerte y resurrección y, por eso, el sentido de nuestra vida. Las palabras de Jesús de Nazaret sólo se comprenden a la luz de la Cruz y la Exaltación; y con la asistencia del Espíritu de la Verdad, que nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo que el Señor nos ha dicho, y que nos va llevando a la verdad completa de lo que Jesús ha dicho y hecho. 

   Las palabras de Jesús que las mujeres tienen que recordar son: 


“Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite”


¿Por qué dijo Jesús «es necesario»? Porque es el modo que Cristo tiene de decir que todo en su vida responde al designio del Padre; que Él no hace nada por cuenta propia; que nada responde, en último extremo a fuerzas ciegas ni a la voluntad de los hombres; que Él ha venido al mundo a hacer la voluntad del Padre; que eso es lo necesario para nuestra salvación. 

   Para Él la Cruz no es ninguna sorpresa; estaba esperando que llegase su hora desde que comenzó a anunciar el Evangelio de Dios. Jesús no es un inocente más –millones a lo largo de la historia– víctima de las luchas de poder de este mundo; ni un ingenuo. La muerte de Jesucristo responde al plan redentor de Dios: para reconciliarnos con su Padre es necesario que Jesús cargue con nuestros pecados en la Cruz; para vencer la muerte es necesario que Jesús muera; y es necesario que resucite al tercer día para darnos la vida eterna.

   Cuando Jesús dice «que el Hijo del hombre sea entregado», ¿quién es el que lo entrega? En último extremo Jesús se está refiriendo a su Padre, porque todo responde al plan de Dios. En ese sentido el Padre lo entrega por Amor a su Hijo y por el Amor que nos tiene a nosotros; para darnos el poder de llegar a ser sus hijos amados en Jesús.

   Es entregado «en manos de hombres pecadores». Los que crucifican a Jesús son hombres que obran movidos por el pecado. No es el pecado en abstracto la causa de la Pasión, sino el pecado obrando en el corazón de los hombres; en el corazón de cada uno de nosotros.

   Es necesario que Jesús «sea crucificado» para abrirnos el ámbito de la compasión de Dios. En Cristo, Dios padece con nosotros; ya nadie sufre solo, ningún sufrimiento es inútil, ninguna lágrima es olvidada por Dios. Así somos hechos capaces de expiar nuestros pecados y de reparar todo el mal que hemos hecho.

   Pero también es necesario que «al tercer día resucite». ¿Por qué? Porque sin la resurrección de Jesús el cristianismo es pura fantasía. La Resurrección es la garantía de que el Padre ha aceptado la ofrenda que, por el Espíritu Eterno, el Hijo le hace de su vida. La Resurrección nos asegura que la muerte de Jesucristo es el Sacrificio Redentor. Y la Resurrección da el sentido a la Encarnación: el Padre nos ha enviado a su Hijo Unigénito para que Él nos resucite el último día.


Excursus: El testimonio de las mujeres.


Comentan algunos exégetas que la comparación con Marcos y Mateo muestra cómo ha sabido Lucas hacer que pasara una brisa de humanidad sobre su relato de la Pasión y Crucifixión de Cristo. Así, en el relato de Lucas la muchedumbre es más curiosa que hostil, y finalmente se arrepiente; sólo el tercer evangelio recoge la emocionante escena de las mujeres a las que Jesús llama «Hijas de Jerusalén» en el camino del Calvario –qué orgullosas se sentirían al oírse llamar por el Señor con ese título–; sólo Lucas nos cuenta el diálogo de Jesús en la Cruz con el buen ladrón, etc.

   Quizá esto es así porque la fuente principal de la Pasión en Lucas son las mujeres de Galilea, que tanto protagonismo tienen en su relato. En el evangelio de San Lucas se pone de manifiesto la mirada de la mujer; en las horas dramáticas de la Pasión sólo la mujer sabe descubrir el valor que tienen estos encuentros en los que se manifiesta el corazón compasivo de Jesús. La primera palabra de Jesús en la Cruz según este evangelista es: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y Jesús expira con una poderosa palabra de confianza en Dios: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”.

   San Lucas nos dice al comienzo de su Evangelio que ha compuesto su relato acudiendo a los testigos de los acontecimientos. Testigo principal de su Evangelio es María, la Madre de Jesús, y no me cabe duda que entre los testigos a los que el evangelista ha acudido para dejarnos su relato de la Pasión han estado las mujeres de Galilea. Por eso su narración es tan humana. Cuántas cosas tenemos que agradecer a estas mujeres admirables.



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