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Yo te alabo, Padre

Meditación sobre Mt 11,25-30


Cuando llevaba ya tiempo anunciando el Reino de Dios, Jesús dirigió unas palabras muy duras a las ciudades donde había predicado con más abundancia: 


¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que en sayal y ceniza se habrían convertido. Por eso os digo que el día del Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que se han hecho en ti, aún subsistiría el día de hoy. Por eso os digo que el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma que para ti. 


No es una condena; el Hijo de Dios ha venido al mundo a salvar, no a condenar. Es una advertencia fuerte de lo que les espera a estas ciudades tan privilegiadas si no se convierten. ¿Cuál fue la reacción de Jesús ante el fracaso de su misión? ¿el desánimo? No; la preciosa oración de alabanza: 


En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien”. 


Sí, Padre. Qué fuerza tiene esta afirmación del Hijo. De esta afirmación, que contiene su vida y contiene nuestra salvación, brota su alabanza al Padre, Señor del cielo y de la tierra. La vida de Jesús es un decir siempre sí a su Padre. La Cruz es el testimonio definitivo. Para introducirnos en su «Sí, Padre» ha venido el Hijo de Dios al mundo.


A Jesús le llena de gozo el obrar de su Padre. Porque es expresión de su voluntad y Él ama, por encima de todas las cosas, la voluntad de su Padre. Así nos lo dice el la sinagoga de Cafarnaúm: 


Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado


Cuando Jesús habla de los «pequeños» no se refiere a ninguna categoría sociológica. Es su mirada la que determina quiénes son los pequeños. Para Jesús los pequeños son los que no ponen condiciones a Dios, están abiertos a su revelación y deseosos de hacer la voluntad del Padre. A los ojos de Jesús ellos son los verdaderos sabios. 


El Señor continúa: 


“Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. 


Qué poderosa revelación nos deja Jesús de la comunión de conocimiento, vida y amor que tiene con su Padre. El Señor es el Hijo Unigénito de Dios, que recibe del Padre el poder de dárnoslo a conocer. Se lo revelará al que quiera dejarse introducir en su «Sí, Padre»; al que quiera acoger la invitación que ahora nos hace:


“Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados y Yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.


Jesús nos invita a ir a Él. No avasalla ni manipula, invita. Y Jesús nos invita a tomar sobre nosotros su yugo. El yugo de Jesús, al que se refiere de muy diversas maneras a lo largo del Evangelio, es hacer, por amor, la voluntad del que le ha enviado. Dirigiéndose a su Padre en la oración en el Cenáculo lo expresará de un modo admirable: 


Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. 


Esta es la carga que Jesús lleva; y ninguna otra. Para obedecer a su Padre ha venido el Hijo de Dios al mundo. Cuando nos invita a tomar sobre nosotros su yugo se está comprometiendo a hacernos capaces de vivir obedeciendo a su Padre Dios. Eso será Getsemaní. 

   Y Jesús nos invita a aprender de Él a llevar su carga. La escuela en la que aprendemos es su Pasión. Jesús, el Hijo Unigénito de Dios, se despojó de sí mismo y se humilló hasta la Cruz. La primera Carta de San Pedro expresa admirablemente la mansedumbre y la humildad del corazón de Cristo: 


Él no cometió pecado, 

ni en su boca se halló engaño. 

Al ser insultado, no respondía con insultos; 

al ser maltratado, no amenazaba; 

sino que ponía su causa en manos del que juzga con justicia. 

Subiendo al madero, 

Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo, 

a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia; 

y por sus llagas fuisteis sanados. 

Porque erais como ovejas descarriadas, 

pero ahora habéis vuelto al Pastor 

y Guardián de vuestras almas.


Jesús es Dios. Sube a la Cruz –el más ignominioso y humillante de los suplicios– despojado de sus vestiduras, cubierto con toda la violencia y repugnante suciedad de nuestros pecados, con todo lo que es odioso y vil en la conducta humana. 

   El Corazón manso y humilde de Cristo acoge el pecado del hombre. Pone su causa en manos de su Padre y responde con su amor Redentor. La violencia muere en la Cruz de Jesús y no pasa al mundo del Resucitado. Cuánta necesidad tenemos en este mundo nuestro de aprender de Jesucristo a confiar en Dios y no responder a la violencia con la violencia.


Yo os daré descanso. Si acogemos la invitación de Jesús, vamos a Él, tomamos sobre nosotros su yugo y aprendemos de Él a llevarlo, el fruto será el descanso para nuestras almas; porque su yugo es suave y su carga ligera. Para darnos su descanso se ha hecho hombre el Hijo de Dios. 



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