Meditación sobre Jn 8,21-30
Jesús está enseñando en el Templo de Jerusalén, principal aula –según el Evangelio de San Juan– en la que el Señor enseña al pueblo. Entre los que están allí algunos hacen referencia al suicidio, lo que manifiesta su ínfima catadura moral? La revelación que Jesús nos ha dejado es muy poderosa:
Jesús les dijo otra vez: Yo me voy y vosotros me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado. Adonde yo voy, vosotros no podéis ir. Los judíos se decían: ¿Es que se va a suicidar, pues dice: ‘Adonde yo voy, vosotros no podéis ir’? Él les decía: Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Ya os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados.
Tres veces les dice Jesús: moriréis en vuestro pecado. No es una amenaza; es una invitación a la conversión. Jesús no ha venido a condenar sino a salvar. Él es el que ha sido enviado por Dios para liberarnos del poder del pecado. El que quiera ser sacado del mundo del pecado tiene que creer que Él es el Salvador.
Entonces le decían: ¿Quién eres tú? Jesús les respondió: Desde el principio, lo que os estoy diciendo. Mucho podría hablar de vosotros y juzgar pero el que me ha enviado es veraz, y lo que le he oído a él es lo que hablo al mundo. No comprendieron que les hablaba del Padre. Les dijo, pues, Jesús: Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces conoceréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo. Y el que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que le agrada a Él. Al hablar así, muchos creyeron en Él.
Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces conoceréis que Yo Soy. Los que no creen en Jesús lo levantarán en la Cruz. Pero llegará un día en que conocerán que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo enviado por el Padre para que los hombres no muramos en nuestros pecados, que es la verdadera muerte, la muerte eterna. El himno cristológico de la Carta a los Filipenses explica admirablemente el doble misterio de la Cruz y la Exaltación que se contiene en el “ser levantado”:
Cristo, siendo de condición divina,
no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.
Sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de siervo
haciéndose semejante a los hombres
y apareciendo en su porte como hombre;
y se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte
y muerte de cruz.
Por lo cual Dios le exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble en los cielos,
en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese:
¡Jesucristo es el Señor!
para gloria de Dios Padre.
Desde el principio de su misión, que se abre con el testimonio del Bautista, Jesús no ha hecho otra cosa que decir quién es. Llegará el día –glorioso día– en el que toda la creación conocerá quién es Jesús, doblará la rodilla ante Él, y confesará que Cristo Jesús es Señor. Y esa confesión dará mucha gloria a Dios, porque manifestará el amor que el Padre nos tiene.
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