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Sal y luz

 Meditación sobre Mt 5,13-16


Justo después de las Bienaventuranzas, que hacen de pórtico al sermón del Monte, el Señor nos dice: 


Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Para nada vale ya sino para ser tirada fuera y ser pisoteada por los hombres.


Con el pecado entró la muerte en el mundo, y el pecado y la muerte lo convirtieron en un gran pudridero. Ahora Jesús nos dice que sus discípulos somos la sal que puede preservar al mundo de la total corrupción. Esa misión la llevan a cabo los elegidos de Dios clamando a Él día y noche; convirtiendo todo –el trabajo y la familia, las alegrías y las penas– en un clamor de oración. Una oración que, desde el corazón del mundo del pecado, se eleva a Dios en una continua alabanza y acción de gracias, intercediendo por las personas y pidiendo perdón por los pecados propios y de todos. Es esa oración que Dios escucha con agrado lo que protege al mundo de caer en la condenación eterna.


Pero me parece que las palabras de Jesús admiten también otro sentido. En las Escrituras de Israel la sal es signo de la Alianza y es lo que transforma los dones de los israelitas en ofrenda aceptable a Dios. Por eso no puede faltar en las ofrendas, tal como insiste por tres veces en un corto texto el libro del Levítico: 


Sazonarás con sal toda oblación que ofrezcas; en ninguna de tus oblaciones permitirás que falte nunca la sal de la alianza de tu Dios; en todas tus ofrendas ofrecerás sal


La vida de los cristianos es la sal que transforma en ofrenda agradable a Dios los trabajos y fatigas de todas las personas. Es lo que sucede en el Sacrificio Eucarístico. Si en la Santa Misa ponemos lo ponemos todo en manos de Jesucristo, el Señor lo asocia a la ofrenda que hace de su vida al Padre por nosotros; transforma los sufrimientos y fatigas de esas personas en verdadera Eucaristía, verdadero sacrificio de alabanza a Dios. A partir de esa hora el trabajo de los hombres adquiere sentido y valor: una ofrenda que Dios acepta con agrado.


Y todavía puede haber un tercer sentido en la metáfora de la sal: la sal da sabor. Es la que hace que los alimentos adquieran esa riqueza y proporcionen ese gozo particular de lo sabroso. Eso somos los cristianos en la sociedad, como se manifiesta en tantas fiestas entrañables –basta pensar en la Navidad– que dan sabor a la vida –tantas veces muy gris– de los hombres. Por eso me parece tan importante que las familias cristianas sean muy festivas y celebren todas las fiestas, desde los cumpleaños hasta el Domingo de Resurrección. Pasarán los años, y los hijos caerán en la cuenta: efectivamente mis padres y hermanos han sido la sal de mi vida. Entonces comprenderán estas palabras de Jesús.


Si el cristiano no es un hombre de oración y de Eucaristía; si pierde ese poder que Dios le ha dado de transformarlo todo en una ofrenda que le sea grata; 

si pierde la capacidad de dar sabor al mundo, entonces nuestra vida no sirve para nada, somos como la sal que se ha desvirtuado. Jesús lo expresa con palabras fuertes.


Seguimos escuchando a Jesús:


Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.


Jesús es claro: sus discípulos son la luz del mundo; no hay otra luz que pueda iluminar el mundo con la luz de la luz de las buenas obras que Dios nos hace capaces de obrar. El fruto de nuestras buenas obras será la glorificación de nuestro Padre Dios.

   Nuestra luz, la que es capaz de iluminar a todos los de nuestra casa, es el resplandor del obrar de Dios en nosotros. San Pablo, en lo que me parece un comentario a estas palabras de Jesús, nos dice, en la Carta a los Efesios, cómo hemos llegado a ser la luz del mundo:


Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados– y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús.


Todo tiene su principio en el Corazón de Dios. Por el grande amor con que nos amó nos ha trasplantado del ámbito de la oscuridad del pecado y de la muerte, al reino de la vida de Jesucristo Resucitado. La riqueza de la misericordia de Dios resplandecerá por los siglos en las obras de los cristianos. Y los hombres de corazón noble que las contemplen podrán caminar en la luz de la vida, y pasarán por el mundo glorificando a nuestro Padre que está en los cielos.



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