Meditación sobre Mt 6,1-6.16-18
Estamos en el Sermón del Monte:
“Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos”.
Jesús invita, no impone; su palabra graba el sello de la libertad en la vida del hombre. Cada uno tiene que elegir ante quién quiere vivir; qué recompensa quiere recibir y de quién espera recibirla. Ésta es la opción radical que Dios presenta a nuestra libertad.
El Hijo de Dios ha venido al mundo a traernos la vida que Él recibe del Padre, a darnos el poder de llegar a ser hijos de Dios. Que ha llevado a cabo esa obra es lo que le dice a su Padre al final de la oración en el Cenáculo:
“Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero Yo te he conocido y éstos han conocido que Tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el Amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos”.
Ésta es la verdadera recompensa de nuestro Padre que está en los cielos. Todo lo demás es accesorio.
Jesús continúa:
“Cuando hagas, pues, limosna no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en sus sinagogas y en las calles para ser alabados de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará”.
Vivimos envueltos en la mirada de nuestro Padre Dios, al que todo lo nuestro le interesa. ¿Qué es lo que el Padre puede ver en nuestra limosna que le agrade? La caridad. Solo la caridad le puede agradar. Solo si nuestra limosna es fruto de la caridad –y, mejor, de la fraternidad– podemos vivir estar seguros de que nuestro Padre nos recompensará. Tal como Jesús lo enseña, es limosna todo dar que lleve a Dios a mirarme con agrado: cariño, atención, cuidado, consejo, trabajo, tiempo, ayuda económica, etc. Jesús me revela que puedo hacer de mi vida una ofrenda –verdadera Eucaristía–.
Jesús se centra ahora en la oración:
“Y cuando oréis no seáis como los hipócritas, que gustan de orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu cámara y cerrada la puerta ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.
Qué magnífica revelación nos deja Jesús de lo que es la oración: un diálogo íntimo y personal con nuestro Padre Dios, que ha establecido su morada en nuestro corazón y está siempre dispuesto a escucharnos. Así la vida queda transformada en un diálogo ininterrumpido de amor en el que vamos introduciéndolo todo; porque a nuestro Padre Dios le interesan todas nuestras cosas. Y esa oración de hijos de Dios se abre a la eternidad.
Después de la limosna y la oración, el ayuno:
“Cuando ayunéis, no aparezcáis tristes, como los hipócritas, que demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad os digo que recibieron su recompensa. Tú, cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tu cara, para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Jesús nos revela que el ayuno es una declaración de amor a nuestro Padre. Ayunar es decirle a Dios que podemos privarnos de todo menos de su Amor. El ayuno nos recuerda la verdad esencial de nuestra vida: solo en el Amor que el Padre nos tiene podemos fundamentar todo; solo lo que arraiguemos en ese Amor permanecerá para siempre. Todo lo demás pasará. Por eso hay que grabar el sello del ayuno en todas las dimensiones de la vida; para que se abran a la eternidad. Nuestro Padre, que ve en lo secreto, reconocerá ese sello y nos dará la gracia necesaria para permanecer en su Amor.
Jesús nos está advirtiendo de un peligro propio de la práctica religiosa: que la limosna, la oración y el ayuno se conviertan en un espejo en el que nos miramos a nosotros mismos; que acaben siendo medios para buscar nuestra propia gloria. Pero si es así el resultado será terrible porque, como el Señor dice una y otra vez: “ya recibieron su recompensa”. Pero la recompensa del mundo, por mucho que lo intente esconder, está marcada con el sello de la muerte.
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