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Yo soy el Dios de Abraham

 Meditación sobre Mc 12,18-27


Después de los sumos sacerdotes, los escribas, los fariseos, los ancianos, y hasta los herodianos, ahora le toca el turno a los saduceos que, con una historieta idiota pretenden poner en apuros a Jesús acerca de la resurrección de los muertos. Pobre gente. Y qué triste es ver el profundo desprecio que todos tienen a su religión, a las Escrituras, a las cosas santas, que usan como un instrumento para atacar al Señor. ¿Dónde ha quedado el santo temor de Dios del Israel fiel?

   Una vez más la sabiduría de Dios, que se ha encarnado en Jesús de Nazaret, encuentra la manera de transformarlo todo en poderosa revelación. Qué razón tiene San Pablo cuando les escribe a los Corintios: Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres. La sabiduría de Dios es el sello del obrar de Jesús, que aprovecha toda ocasión para revelarnos el amor que Dios nos tiene e irnos enseñando cómo se recorre el camino que lleva a estar con Él para siempre en la Casa del Padre.


Se le acercan unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaban: “Maestro, Moisés nos dejó escrito: «Si muere el hermano de alguno y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano». Eran siete hermanos: el primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia; también el segundo la tomó y murió sin dejar descendencia; y el tercero lo mismo. Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos, murió también la mujer. En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer”. 

   Jesús les contestó: “¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: ‘Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob’? No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error”.


La respuesta de Jesús es magnífica; una verdadera obra de arte. Comienza presentando el error de esta gente como una hipótesis –¿No estáis en un error?–, para cerrar su poderosa revelación de forma contundente: Estáis en un gran error. Y realmente están en un gran error: un gran error sobre las Escrituras de Israel y sobre el poder de Dios; y un gran error sobre el hombre al que Dios, por puro amor, ha querido introducir en la relación personal de vida con Él que se abre a la eternidad. Desde luego estos saduceos –muchos de ellos sacerdotes– están en un gran error, un error que bloquea todo acceso a la verdad de la resurrección de entre los muertos. Jesús intentará sacarlos de ese error para que enfilen el camino de la vida eterna. Lo hace argumentando desde la revelación principal de las Escrituras de Israel.

   Jesús nos revela, solo Él puede hacerlo, la extraordinaria importancia que tiene el encuentro de Dios con Moisés en el acontecimiento de la zarza ardiente (Ex 3,1–17). Ante la consulta de Moisés, Dios se manifiesta a sí mismo:

Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los israelitas: «Yo soy» me ha enviado a vosotros”.

Y manifiesta su relación con el hombre: 

“Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”.

Dios establece una relación personal con Abraham, lo introduce en su «Yo soy», le da a participar de su plenitud de vida –ámbito en el que la muerte no tiene ningún poder–. 


La relación personal de vida de Dios con Abraham está admirablemente descrita en el libro del Génesis a partir del capítulo 12. Es una relación de una intimidad y riqueza particular; y de una importancia única para la Salvación. Es un gozo meditar en la oración estas páginas del Génesis; y son una verdadera escuela para aprender cómo quiere Dios que tratemos con Él. En esta línea me parece especial la página en la que Abraham intercede ante Dios por Sodoma y Gomorra (Gen 18). El patriarca ha aprendido que su Dios rs el único Dios, que es todopoderoso y justo, pero ha aprendido también –lo que es más importante– que su Dios es rico en misericordia. Por eso el ingenio con que intercede por aquellas ciudades de las que Dios le dice: 

El clamor de Sodoma y de Gomorra es grande; y su pecado gravísimo.

Pero la oración de intercesión expresa la absoluta confianza de Abraham de que su Dios es grande en perdonar. Que «grande en perdonar» es nombre propio de Dios, porque solo Él puede perdonar y porque su perdón conoce solo un límite: la libertad del hombre, el que el hombre no quiera acogerlo, no quiera reconocerse pecador, no quiera que Dios le perdone. En la escuela de Abraham aprendemos que Dios invita al hombre a entrar, libremente, en la comunión de vida con Él; aprendemos cómo la relación con Dios nos cambia el corazón y lo hace misericordioso, capaz de acoger y transformar en oración de intercesión todas las dimensiones de la vida. Y la intercesión se convierte en actividad fundamental del cristiano –también, de modo propio, en los años de ancianidad–.

    Jesús nos está hablando de nuestra vida en la tierra, que es la que se abre a la eternidad: el Dios de Abraham, el Dios de cada uno de nosotros, no es un Dios de muertos, sino de vivos; es el Dios vivo y dador de vida. Es la íntima relación personal con nuestro Dios, que transforma nuestra vida en la tierra, la que se abrirá a la eternidad. Es la comunión de vida con el Dios vivo la que llegará a plenitud en la resurrección del último día. En esa comunión no puede entrar la muerte.


Excursus: Todos seremos transformados


Jesús ha apuntado de modo somero a la transformación que seguirá a la resurrección de los muertos. San Pablo, en 1 Cor 15, nos ha dejado una poderosa reflexión sobre este tema: 


Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar. No toda carne es igual, sino que una es la carne de los hombres, otra la de los animales, otra la de las aves, otra la de los peces. Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los cuerpos terrestres. Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de otra en resplandor. 


La primera clave de estas palabras de San Pablo es que Dios es poderoso para obrar según su voluntad. Punto. Segunda clave: la necesidad de la muerte; por eso la corrupción del cuerpo es un argumento a favor de su resurrección. Tercera clave: la transformación. San Pablo sigue desarrollando esta línea. Lo que ahora nos va a enseñar tiene una importancia grande: para poder heredar el Reino de los Cielos tenemos que ser hechos hombres nuevos por Cristo resucitado.


Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual. En efecto, así es como dice la Escritura: «Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente»; el último Adán, espíritu que da vida. Mas no es lo espiritual lo que primero aparece, sino lo natural; luego, lo espiritual. El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo, viene del cielo. Como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celestial, así serán los celestiales. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celestial.


No existe limitación de ningún género al poder de Dios. El obrar de Dios en la creación es un tipo de lo que obrará cuando resucite al hombre con un cuerpo incorruptible. Jesucristo resucitado, que viene del cielo, espíritu que da vida, es el nuevo y definitivo principio de la humanidad redimida: seremos como Él; llevaremos su imagen. Qué designio tan asombroso tiene Dios para nosotros. 


El Apóstol sigue profundizando en el misterio de nuestra transformación:


Os digo esto, hermanos: la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de los Cielos, ni la corrupción heredará la incorrupción. ¡Mirad! Os revelo un misterio: No moriremos todos, mas todos seremos transformados. En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: 

La muerte ha sido absorbida en la victoria. 

¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? 

¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? 

El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. 

   Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo! Así pues, hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor.


La Resurrección de Cristo es la victoria definitiva sobre la muerte. De esa victoria el Señor nos da a participar. En ese instante, en ese pestañeo de ojos, al toque de la trompeta, cuando nuestro ser corruptible se revista de incorruptibilidad y nuestro ser mortal se revista de inmortalidad, la victoria de Jesucristo sobre la muerte recibirá su consumación. Seremos transformados y todo el bien que hayamos hecho en el tiempo de la carne y la sangre heredará el Reino de los Cielos. No se perderá nada. 

   Realmente no tenemos más que motivos para unirnos a San Pablo en ese canto de victoria y acción de gracias que le sale de lo más profundo de su corazón. Y haremos bien en escuchar con atención la última exhortación que nos hace el Apóstol.



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