Meditación sobre Jn 11,1-45
El evangelista nos ha dicho que los judíos de Jerusalén querían prender a Jesús. Por eso el Señor se marchó al otro lado del Jordán. Allí le llega la noticia de la enfermedad de Lázaro.
Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: “Señor, aquel a quien amas, está enfermo”. Al oírlo Jesús, dijo: “Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro.
Qué modo tan delicado el de estas hermanas de hacerle saber a Jesús que cuentan con su ayuda. Cuánto revela de la nobleza de su relación con Jesús. El Señor deja claro que con la enfermedad de Lázaro va a resplandecer el amor de Dios por la vida, y que esa gloria le va a envolver a Él. Las misteriosas palabras del Señor se irán aclarando a medida que avance el relato.
Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: “Volvamos de nuevo a Judea”. Le dicen los discípulos: “Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?” Jesús respondió: “¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él”. Dijo esto y añadió: “Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle”. Le dijeron sus discípulos: “Señor, si duerme, se curará”. Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él”. Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: “Vayamos también nosotros a morir con Él”.
Jesús no se deja sorprender ni manipular por los acontecimientos; Él sabe siempre lo que va a pasar. Él obedece sólo a su Padre y camina en la luz que es la voluntad de Dios; por eso no tropieza. Lo que va a suceder fortalecerá la fe de sus discípulos. Los discípulos no le entienden mucho, pero están dispuestos, como dice Tomás, a morir con Él.
Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén, como a unos quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano.
El encuentro con Marta:
Cuando Marta supo que había venido Jesús le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá”. Le dice Jesús: “Tu hermano resucitará”. Le respondió Marta: “Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día”. Jesús le respondió: “Yo soy la Resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” Le dice ella: “Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo”.
Cómo ha echado de menos esta mujer a Jesús durante los dolorosos días de la enfermedad y muerte de su hermano. Si Jesús hubiera estado allí todo habría sido diferente. Y es verdad, porque su presencia lo cambia todo. Los cristianos lo tenemos bien experimentado con la presencia del Señor en la Eucaristía; nos basta acercarnos al Sagrario para encontrar paz y consuelo. Pero Marta sabe que Jesús tiene un especial poder ante Dios, pero se detiene el umbral de lo que le parece una petición imposible.
Qué diálogo tan admirable el de Jesús y Marta. Jesús le revela quién es Él, y le revela también la obra de vida que el Padre le ha encargado realizar. Jesús le revela el verdadero sentido de la palabra resurrección, el que solo se puede entender en la expresión «Yo soy la Resurrección» cuando se escucha en la fe en Él. Qué hora tan asombrosa aquella en la que resonó en el mundo esta palabra de Jesús. Terminó el imperio de la muerte. Para darnos el poder de ser hijos de Dios haciéndonos partícipes de su Resurrección ha venido el Hijo de Dios al mundo.
Marta ha llegado a la plenitud de la fe judía. Ahora el Señor le pide que dé el paso definitivo a la fe cristiana. Por eso la pregunta: ¿Crees esto? Marta confiesa su fe de un modo magnífico ampliando, por decir así, la revelación que Jesús ha hecho de sí mismo: Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo. Cómo se manifiesta la obra de Dios en ella. Qué día tan glorioso. Es la primera vez que resuena en la historia un acto de fe verdaderamente cristiano.
Por este diálogo de Marta y Jesús pasa la frontera de la fe cristiana, de la fe que da acceso a participar de la Resurrección de Jesucristo. Fuera de esa fe todo está marcado con el sello de la muerte.
El encuentro con María:
Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: “El Maestro está ahí y te llama”. Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente y se fue donde Él. Jesús todavía no había llegado al pueblo, sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí.
Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verlo, cayó a sus pies y le dijo: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Viéndola llorar Jesús, y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: “¿Dónde lo habéis puesto?” Le responden: “Señor, ven y lo verás”. Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían: “Mirad cómo le quería”. Pero algunos de ellos dijeron: “Éste, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?”
Jesús se echó a llorar. Qué hora tan gloriosa aquella en la que las lágrimas de una mujer conmovió el corazón de Jesús. Desde que la sangre derramada de Abel convirtió la historia en un gigantesco río de lágrimas –las primeras serían las de su madre–, la humanidad estaba esperando estas lágrimas. El llorar de Jesús es la garantía de que ninguna lágrima se ha derramado en vano. En Jesús de Nazaret Dios ha venido al mundo para llorar con lágrimas humanas; para poder llorar con los que lloran; si las lágrimas brotan de un corazón noble, nadie llora solo.
¿Dónde lo habéis puesto? Señor, ¿dónde iban a poner estas hermanas al que tanto querían? Desde el pecado del origen, ¿dónde han puesto siempre los hombres a sus seres queridos? En el sepulcro, claro. La muerte convirtió la tierra en un gigantesco sepulcro. Por eso al sepulcro se encamina Jesús al encuentro con Lázaro:
Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús: “Quitad la piedra”. Le responde Marta, la hermana del muerto: “Señor, ya huele; es el cuarto día”. Le dice Jesús: “¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?” Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo:
“Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que Tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que Tú me has enviado”.
Dicho esto, gritó con fuerte voz:
“¡Lázaro, sal fuera!”
Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: “Desatadlo y dejadle andar”. Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en Él.
El Padre escucha siempre la oración confiada y agradecida del Hijo. Jesús lo sabe, pero busca nuestra fe; porque la fe es el comienzo del camino que lleva a la vida eterna.
¡Lázaro, sal fuera! Por fin resuena la palabra poderosa que el mundo ansiaba oír desde el pecado del origen. Y esta voz ya no se apagará. El sepulcro no es la morada definitiva del hombre. La muerte no tiene la última palabra La última palabra la tiene la oración de Jesús; con esa oración podemos contar; en esa oración podemos fundamentar nuestra vida; y en nada más. A partir de ese día, en nuestras lágrimas por las personas a las que hemos querido en esta tierra resplandecerá el misterio de Jesucristo Resucitado. Ya no serán lágrimas sin esperanza. En Jesús se Nazaret Dios ha venido al mundo para, con voz humana, gritar con fuerza: ¡Lázaro, sal fuera!
Qué día tan asombroso. Realmente, todo ha sido, como anunció Jesús a sus discípulos, para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado. Qué gran signo este. Signo con doble sentido: Jesús ha venido al mundo para arrancarnos del poder de la muerte, y para darnos a participar de su Resurrección. Todo ha tenido lugar en el pequeño pueblecito de Betania. Qué misteriosos son los planes de Dios; no es extraño que los poderosos de este mundo no puedan entenderlos.
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