Meditación sobre Mc 10,35-45
Jesús camina hacia Jerusalén. Ya les ha dicho a sus discípulos que va a encontrarse con la Cruz y la Resurrección.
Se acercan a Él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen: “Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir”. Él les dijo: “¿Qué queréis que os conceda?” Ellos le respondieron: “Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Jesús les dijo: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que Yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con el que Yo voy a ser bautizado?” Ellos le dijeron: “Sí, podemos”. Jesús les dijo: “El cáliz que Yo voy a beber sí lo beberéis, y también seréis bautizados con el bautismo con el que Yo voy a ser bautizado, pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado”.
Santiago y Juan quieren estar con Jesús en su gloria. Ese deseo es pura gracia de Dios; no lo puede poner en el corazón del hombre ni la carne ni la sangre; no hay ciencia humana que nos pueda revelar el misterio de la gloria de Jesús. El Padre nos da esa gracia, pone ese conocimiento y ese deseo en nuestro corazón, como respuesta a la petición de su Hijo que, en la oración en el Cenáculo, cuando está a punto de beber el cáliz, le pide:
“Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde Yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo”.
El Padre acoge el querer de su Hijo, e infunde en el corazón de los que le ha dado –los que se han dejado transformar en un don que el Padre le hace al Hijo– el deseo de estar con Jesús y contemplar su gloria. Ese deseo –signo de saberse un don del Padre a Jesús–, da sentido a la vida del cristiano. Cualquier lucha vale la pena con tal de que llegue el día de poder contemplar en Jesucristo Resucitado el resplandor del amor con el que el Padre le ama desde antes de la creación del mundo.
Lo de sentarse a su derecha y a su izquierda Jesús lo descarta porque eso lo dispone el Padre. Se centra en lo esencial, en el beber el cáliz. Cuando llegue la hora, en Getsemaní, Jesús comenzará a afligirse y a sentir angustia, y les dirá a Pedro, a Santiago y a Juan:
Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Y adelantándose un poco, se postró en tierra y rogaba que, a ser posible, se alejase de Él aquella hora. Decía: “¡Abbá, Padre! Todo te es posible, aparta de mí este cáliz; pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú”.
El cáliz que Jesús va a beber –la imagen del bautismo significa lo mismo– es el amor obediente y humilde al Padre hasta el final, hasta llevar a cabo la obra que el Padre le ha encomendado realizar. Ese es el cáliz que pide a sus discípulos que beban. La respuesta de los hijos de Zebedeo es admirable: Sí, podemos. Y Jesús les asegura que podrán. Qué hora tan grande en la vida de estos hombres. ¿De dónde les viene la fuerza? Del Padre, claro, pues, como dice San Pablo, Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar.
La pregunta a Santiago y Juan es la pregunta que Jesús nos dirige a cada uno. La respuesta manifestará si de verdad queremos seguir a Jesucristo hasta el final o no. Ahora todo depende nuestra libertad, de la noble libertad que nos hace capaces de responderle: ‘Señor mío y Dios mío, con tu ayuda, yo seguiré tus pasos, yo también podré obedecer a mi Padre Dios, por amor, hasta el final’.
Los otros diez se indignan. Jesús se sirve esa reacción para dejarnos una poderosa enseñanza. Cuántas veces sucede esto. Cuántas veces la sabiduría de Dios, que se ha encarnado en Jesús de Nazaret, encuentra la manera de transformarlo todo en poderosa revelación. Éste es un sello del obrar de Jesús, que aprovecha para irnos enseñando cómo se recorre el camino que Él ha recorrido, el camino que nos llevará a estar con Él, contemplando su gloria, para siempre.
Al oír esto los otros diez, empezaron a indignarse contra Santiago y Juan. Jesús, llamándoles, les dice: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos”.
Lo que Jesús revela de los reinos de este mundo no puede ser más contundente. Pero lo verdaderamente importante es la profunda revelación que Jesús nos deja de quién es Él y por qué ha venido al mundo. Él es el Siervo de Dios que, por obediencia amorosa a su Padre, ha venido a servirnos; su Servicio es dar su vida en redención de muchos. Estas palabras de Jesús iluminan todas las dimensiones de su vida. Servir han sido los años de Nazaret, su predicación en Galilea, la elección de los discípulos que llevarán su servir al mundo entero, la Cruz y la Resurrección. Ese misterio resplandece con fuerza en la Eucaristía.
Por eso, en su Iglesia, el que quiera ser grande a los ojos de Dios tiene que ser el servidor de todos, estar dispuesto a dar su vida por la salvación de todos. La Iglesia de Jesucristo es una gran obra de servicio y de salvación. Nosotros participamos en esa obra poniendo el sello de la fe, el amor, y la obediencia al Señor en todo; así estamos dando la vida día a día por la redención de muchos.
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