Meditación sobre Mc 12,1-12
San Marcos ya nos ha dicho que, justo antes de la Transfiguración, Jesús considera que ha llegado la hora de revelar a sus discípulos lo que le espera en Jerusalén:
Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente.
Desde esa primera revelación, y en un espacio corto de tiempo, Jesús repite otras dos veces este anuncio. Lo que Jesús no dice nunca es por qué los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas –la autoridad religiosa de Israel– le iban a condenar a muerte y lo iban a entregar a los gentiles, se iban a burlar de Él y, después de azotarlo, lo iban a matar. En esta parábola nos va a dar la razón. Por eso es una parábola tan dura. Qué diferencia con las que predicó en Galilea.
Estamos en el templo de Jerusalén. El Señor se dirige a los sumos sacerdotes, a los escribas y a los ancianos que han venido a pedirle cuentas por la expulsión de los mercaderes y por las palabras de condena que pronunció –“¿No está escrito: «Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones»? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en una cueva de ladrones”–. Este tema del templo está muy relacionado con la parábola.
Y se puso a hablarles en parábolas: “Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos viñadores, y se ausentó. Envió un siervo a los viñadores a su debido tiempo para recibir de ellos una parte de los frutos de la viña ; ellos le agarraron, le golpearon y le despacharon con las manos vacías. De nuevo les envió a otro siervo, y también a éste descalabraron y ultrajaron. Y envió a otro y a éste le mataron; y también a otros muchos, hiriendo a unos, matando a otros. Todavía le quedaba uno, su hijo amado, y lo envió por último a ellos pensando: «A mi hijo lo respetarán». Pero aquellos viñadores dijeron entre sí: “Éste es el heredero. Vamos, matémoslo, y será nuestra la herencia”. Y asiendo de él, lo mataron y le echaron fuera de la viña. ¿Qué hará, pues, el dueño de la viña? Vendrá y dará muerte a los viñadores y entregará la viña a otros”.
Todo está claro. El evangelista centra la atención en el hijo: después de enviar muchos siervos es el único que le queda por enviar al dueño de la viña, es su hijo querido, y el padre tiene la esperanza de que los viñadores lo respetarán. Pero al ver al hijo estos hombres descubren completamente su juego: no se trata solo de quedarse con los frutos de la viña, sino con la propiedad. Respetan tan poco al hijo, que ni siquiera le dan sepultura.
La parábola se centra en los viñadores, no en la viña; el problema son los viñadores. Con unos viñadores leales la viña es capaz de dar el fruto de vida que el dueño espera. Cuando el dueño la entregue a otros, nada de lo valioso de la viña se perderá; todo el amor y el cuidado que el dueño de la viña ha puesto en ella permanecerá para siempre y seguirá dando fruto.
Lo que los viñadores esperaban que iba a ser el golpe maestro para quedarse con la herencia del hijo, es justo lo que agota la paciencia del dueño de la viña y culmina con la muerte de estos hombres. San Pablo, en un largo texto de la primera Carta a los Corintios (Cor 1,17-3,4) explica admirablemente que la sabiduría del mundo no lleva a ninguna parte, porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres.
Lo que ahora dice Jesús tiene una importancia extrema.
“¿No habéis leído esta Escritura:
«La piedra que rechazaron los constructores, ésta ha llegado a ser piedra angular. Es el Señor quien ha hecho esto, y es admirable a nuestros ojos»?
Trataban de detenerlo, pero tuvieron miedo a la gente porque habían comprendido que por ellos había dicho la parábola. Y dejándole, se fueron.
Jesús está hablando para sus discípulos. Para fortalecerlos en la fe, como ha hecho ya con los anuncios de su Pasión y Resurrección y como hará en la última conversación con ellos en el Cenáculo. Utilizando una cita del Sal 118, Jesús quiere que sus apóstoles entiendan que todo responde al designio salvador de Dios; que su muerte en la Cruz no es el fracaso, sino la cimentación definitiva de la piedra angular con la que el Señor podrá edificar su Iglesia; que todo es obra de Dios, y que es maravilloso a nuestros ojos porque nos revela plenamente el amor del Padre y el designio de vida que tiene para nosotros.
Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos saben que Jesús ha dicho la parábola por ellos. Es un intento más del Señor –uno de los últimos– de hacer comprender a estos hombres la gravedad de lo que están haciendo y de invitarlos a la conversión. También esta vez Jesús fracasó.
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