Meditación sobre Mc 12,35-37
En cierta ocasión, nos dice San Mateo, Jesús dirigió a sus discípulos la pregunta clave, y de cuya respuesta depende la vida eterna, la pregunta que, del modo que solo Él conoce nos dirige a cada uno: Vosotros ¿quién decís que soy Yo? Simón Pedro contestó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús le dijo: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.
Jesús deja claro que Él es el Mesías -el Cristo–, el Hijo de Dios, y que esa revelación es obra de su Padre. Solo Dios nos puede revelar que su Hijo es el Mesías de Israel y, por tanto, el reino mesiánico que Jesucristo ha venido a implantar en el mundo es el Reino de Dios, el Reino en el que solo podremos entrar como hijos de Dios.
Esto no lo puede revelar la carne y la sangre, la sabiduría de este mundo. La ciencia humana se queda en un Mesías cuya descendencia de David es puramente biológica, y en un reino mesiánico limitado al ámbito político. Y todo el que rechaza la revelación del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, se quedará en ese plano puramente humano. Pero en ese plano no hay reconciliación con Dios, no hay perdón de los pecados, no hay Salvación. Pero entonces este ‘Mesías’ no nos interesa nada, no es más que un producto cultural. Por eso la importancia de la enseñanza de Jesús en el Templo pocos días antes de la Pasión.
Y tomando Jesús la palabra, decía enseñando en el Templo: “¿Cómo es que dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? El mismo David, movido por el Espíritu Santo, ha dicho:
Dijo el Señor a mi Señor:
Siéntate a mi derecha,
hasta que ponga a tus enemigos
bajo tus pies.
El mismo David le llama Señor. Entonces, ¿cómo va a ser hijo suyo?” Y una inmensa muchedumbre le escuchaba con gusto.
Jesús cita el comienzo del Salmo 110, que reconoce que está inspirado por el Espíritu Santo, y que es un Salmo mesiánico. Jesús deja claro que la filiación davídica del Mesías, tal como la expresa el Salmo, no puede entenderse en un sentido pura y exclusivamente humano. Como reconoce el mismo David en el Salmo, el Mesías tiene un relación especial con Dios, está muy por encima de él; por eso le llama mi Señor.
Jesús refuta la opinión de que el Mesías será solo y exclusivamente hijo de David; así refuta también la opinión de que el Reino mesiánico será solo y exclusivamente un reino político. Jesús abre espacio a lo que revelará días después ante el Sanedrín.
En el comienzo de su Pasión Jesús es llevado ante el Sanedrín para ser juzgado –será el juicio injusto por excelencia–. Para poder dictar la condena de muerte de Jesús, que es lo que habían decidido previamente los sumos sacerdotes, los ancianos, y los escribas, interviene en el juicio el sumo sacerdote, que pregunta a Jesús: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Jesús respondió: Sí, Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo.
Qué poderoso es ese Yo soy de Jesús en el que revela plenamente el misterio del Mesías. El Mesías es Él, el Hijo de Dios. Su Padre Dios lo entronizará como Rey de cielos y tierra –no solo de Israel–. Todos le veremos, todos confesaremos que Jesucristo es el Hijo de Dios, y todos doblaremos la rodilla ante Él. Ese día será glorioso.
El que acoja estas palabras de Jesús en la fe, el que deje que Dios Padre le revele que Jesús, el Crucificado es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, será bienaventurado, y doblará la rodilla ante el Hijo del hombre con el corazón lleno de gozo, el gozo que brota de la misericordia de Dios, un gozo que llegará a ser completo en la vida eterna. Los que rechazen la revelación del Padre que está en los cielos la doblarán como reconocimiento de su justicia.
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