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El Reino del Hijo de su Amor

Meditación sobre Col 1,1-20


Desde que se encontró con Jesús camino de Damasco, Pablo tiene clara conciencia de quién es él y de cuál es su misión en la vida. Esa clara conciencia aparece en el comienzo de su Carta:


Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, y Timoteo el hermano, a los santos de Colosas, hermanos fieles en Cristo. Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre.


También en el saludo revela Pablo la muy alta opinión que tiene de los cristianos de Colosas y lo que, en consonancia con esa opinión, pide a Dios para la familia cristiana, hermanos de Cristo e hijos de Dios Padre. Después del saludo, la acción de gracias:


Damos gracias sin cesar a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por vosotros en nuestras oraciones, al tener noticia de vuestra fe en Cristo Jesús y de la caridad que tenéis con todos los santos, a causa de la esperanza que os está reservada en los cielos, y acerca de la cual fuisteis ya instruidos por la palabra de la verdad, el Evangelio, que llegó hasta vosotros y fructifica y crece entre vosotros lo mismo que en todo el mundo, desde el día en que oísteis y conocisteis la gracia de Dios en la verdad: Así lo aprendisteis de Epafras, nuestro amado compañero en el servicio, que hace las veces de nosotros como fiel ministro de Cristo y que también nos manifestó vuestro amor en el Espíritu.


Qué preciosa acción de gracias. Pablo no hace ninguna referencia a cuestiones políticas o económicas. Lo que llena su oración es que los cristianos vivan de fe en Cristo Jesús, amándose unos a otros, y movidos por la esperanza de lo que Dios les tiene reservado en el cielos; y que, acogiendo la palabra de la verdad, el Evangelio fructifique y crezca en el mundo entero. A él sólo le importa la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Eso es lo que le llena de gozo. Por eso no cesa de dar gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo.


San Pablo nos sigue revelando el contenido de su oración. Es muy instructivo repasar las Cartas del Apóstol y, además de comprobar que está rezando día y noche, conocer los temas que llenan su oración. Lo que pide a Dios para sus colosenses es de una importancia extrema:


Por eso tampoco nosotros dejamos de rogar por vosotros desde el día que lo oímos, y de pedir que lleguéis al pleno conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que viváis de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios. Así seréis  confortados con toda fortaleza por el poder de su gloria para toda constancia en el sufrimiento y paciencia. 


Qué preciosa oración. La clave es crecer en el conocimiento de Dios, llegar al pleno conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual. Sólo así podrán vivir de una manera digna del Señor. Lo que es vivir de una manera digna del Señor lo expresa en tres rasgos. El fruto es la fortaleza, la paciencia, la constancia en el sufrimiento.


Ahora, en el contexto de alegría y acción de gracias expresa, con una breve composición hímnica, la obra de Dios Padre en nosotros:


Dando con alegría gracias al Padre que os ha hecho dignos de participar en la herencia de los santos en la luz. 

Él nos libró del poder de las tinieblas 

y nos trasladó al Reino del Hijo de su Amor, 

en quien tenemos la Redención, 

el perdón de los pecados.


El Padre solo tiene un Amor: el Amor de Padre que tiene a su Hijo Unigénito. El designio del Padre al enviarnos a su Hijo es trasladarnos al Reino del Hijo de su Amor hacernos, en Cristo Jesús, partícipes de la naturaleza divina, darnos el poder de llegar a ser sus hijos amados. 

   El pecado se interpuso. No puede impedir el designio de Dios, pero sí afecta al modo de su realización. Y el Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la herencia de los santos en la luz desde que nos creó, ahora tiene que librarnos del poder de las tinieblas para trasladarnos al Reino del Hijo de su Amor. Por eso Jesucristo tiene que llegar hasta la Cruz, para que en Él tengamos la Redención, el perdón de los pecados.


Ahora san Pablo centra su mirada en Cristo Jesús, el Hijo amado del Padre, y lo hace con un himno admirable, donde también se hace presente la realidad terrible del pecado. El himno es un díptico. La primera página de centra en la Creación:


Él es Imagen de Dios invisible, 

Primogénito de toda la creación, 

porque en Él fueron creadas todas las cosas, 

en los cielos y en la tierra, 

las visibles y las invisibles:

Tronos, Dominaciones, 

Principados, y Potestades.

Todo fue creado por Él y para Él. 

Él es antes que todas las cosas 

y todas subsisten en Él.


El Hijo amado es la Imagen de Dios porque es de la misma naturaleza del Padre. Es el Primogénito de toda la creación. Esta expresión manifiesta la relación del Hijo con el Padre con referencia a la creación. Lo que primogénito significa lo revela claramente el himno. La Creación es manifestación del amor del Padre por su Hijo: todo ha sido creado en Él, por Él, y para Él; Él es antes que todo y nada de la creación tiene sentido ni puede subsistir al margen de Jesucristo.

   Dios es invisible. Solo en su Imagen, que es Jesucristo, podemos conocerlo. Por eso el Señor nos dirá: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”; y en el Cenáculo, ante la petición de Felipe de que les muestre al Padre: "Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto... El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”.


Después de esta página gloriosa, en la que se contempla el misterio de Cristo a la luz de la creación, ahora el himno se centra en la Redención, que es también, como la Creación, fruto del Amor del Padre al Hijo. Por eso culmina en nuestra filiación divina: el Hijo nos reconcilia con su Padre dándonos el poder de llegar a ser hijos amados de Dios. Aunque no citado expresamente, la realidad del pecado se manifiesta en los términos: «muertos», «reconciliar», «pacificando», «Sangre», «Cruz».


Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia.

Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, 

para que sea Él el Primero en todo.

Pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud, 

y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, 

mediante la Sangre de su Cruz, 

lo que hay en la tierra y en los cielos.


Después del pecado, y para reconciliar con Él todas las cosas, Dios tuvo a bien hacer residir en Jesucristo toda la Plenitud de la Divinidad y la Plenitud de la Salvación. El Hijo lleva a cabo esa reconciliación mediante la Sangre de su Cruz. Así es hecho la Cabeza del Cuerpo, el Principio, el Primogénito de entre los muertos, el Primero en todo.


El Hijo Unigénito de Dios es el Primogénito de entre los muertos. Nuestra resurrección es una participación en la Resurrección de Cristo Jesús. También en esto todo subsiste en Él. El Padre nos ha trasladado desde el poder del pecado al mundo en el que su Hijo es el Principio y el Primero en todo; nos ha dado el poder de llegar a ser sus hijos amados, a vivir desde su Hijo Jesucristo, agradándole siempre en todo. 

   El pecado, no solo no ha podido desbaratar el designio creador de Dios –la primera página del himno sigue siendo plenamente verdad–, sino que ha sido la ocasión para que Dios lleve la comunión con Él a un nivel más profundo, al nivel de la filiación divina. Eso sí, al precio de la Sangre de la Cruz de Cristo.


Escuchas a San Pablo hablarnos del amor que Dios  nos tiene, y viene al corazón el deseo de pedirle a nuestro Padre que seamos cada vez más conscientes de su amor; que nos decidamos a vivir en ese amor y, para eso, que nos dé el amor con el que quiere que le amemos; y que sepamos ser agradecidos, capaces de transformar todos los momentos y circunstancias de la vida en una acción de gracias a Dios.



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