Meditación sobre Mc 3,31-35
Nos dice San Juan que, justo después del encuentro con la samaritana los discípulos, que han ido al pueblo a comprar comida y ya han vuelto, se preocupan de que Jesús coma algo. El Señor les paga ese interés con una poderosa revelación:
Los discípulos le insistían diciendo: “Rabbí, come”, pero Él les dijo: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis”. Los discípulos se decían unos a otros: “¿Le habrá traído alguien de comer?” Les dice Jesús: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra”.
Jesús nos deja su biografía en unas pocas palabras. Él es el enviado del Padre, y hacer su voluntad hasta el final es la razón de ser y lo que da sentido y valor a su vida. En Belén, en el taller de Nazaret, predicando en las sinagogas de Galilea, en la Cruz, en el Sagrario, Jesús está cumpliendo la voluntad de su Padre y llevando a cabo su obra. Ése es su alimento, y es lo que da valor Redentor a la vida de Jesús.
Con el horizonte de estas palabras del Señor escuchemos lo que sucedió en Cafarnaúm:
Llegan su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: “¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan”. Él les responde: “¿Quién es mi madre y mis hermanos?” Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”.
Entre esa muchedumbre, sentados alrededor de Jesús, estamos nosotros. Jesús nos mira. Siempre la mirada de Jesús. Y esa mirada pone en nuestro corazón la esperanza de que Jesús nos vea como a miembros de su familia, como a su madre y sus hermanos. Y el Señor nos dice: depende de tí; depende de que, con la ayuda de la gracia, te tomes en serio cumplir la voluntad de Dios; y ninguna otra.
Cumplir la voluntad de Dios es el vínculo de unidad de la familia de Jesucristo. El que cumple la voluntad de Dios, ése es su hermano, su hermana y su madre. Lo demás es sentimentalismo. Y el sentimentalismo nos puede tener muy engañados. Porque hay otra palabra de Jesús –una palabra terrible que nos ha dejado San Mateo–, y quiera Dios que no lleguemos a escuchar:
“No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí; apartaos de mí los que obráis la iniquidad!”
La voluntad de Dios es el criterio del Juicio. Nuestra vida se mueve entre estas dos palabras de Jesús: la gozosa: “Estos son mi madre y mis hermanos”; y la terrible: “¡Jamás os conocí!” De cada uno depende qué palabra quiere oir. ¿La clave? Hacer la voluntad de Dios. La obediencia al Padre es el vínculo de comunión familiar que nos une con Jesús y entre nosotros; la realidad que abre nuestra vida a la eternidad. Ser cristiano es hacerlo todo por obediencia amorosa al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Excursus: La Asunción de la Madre de Jesús
Jesús, como tantas veces, nos está hablando de su Madre. Estas palabras suyas son la mayor alabanza y la razón última de que María sea su Madre. ¿Hay alguna persona humana –ojo, Jesús es verdaderamente hombre, pero es Persona Divina– que haya hecho siempre y sólo la voluntad de Dios y que haya llevado a cabo hasta el final la obra que Dios le ha encomendado realizar en la tierra? Sí. Hay una. Sólo una. No habrá otra. Es una mujer: María de Nazaret, la Madre de Jesús. La Asunción de María manifiesta que su vida ha sido siempre y solo obedecer al que la ha elegido para ser la Madre del Redentor, llevar a cabo la obra que le ha encargado realizar. Hasta la Cruz, donde el Hijo sale de este mundo como entró en él: envuelto en la mirada y en el amor de su Madre.
Y con la Asunción comienza una nueva etapa de la obediencia de María y de la nueva obra –ser nuestra Madre– que Dios le encarga realizar. ¿Hasta cuándo? Hasta que, con palabras de San Pablo, su Hijo entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad (...). Cuando hayan sido sometidas a Él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo. Entonces la Madre de Jesús y de la Iglesia habrá cumplido plenamente su misión.
Para que nos sea fácil aprender de la Virgen a obedecer a Dios, su Hijo nos la ha dado por Madre, y el Espíritu Santo ha ido llenando la vida de la Iglesia con la presencia de María. Y cuánta obediencia y amor a Dios, cuánta santidad, cuánta alegría ha brotado en estos veinte siglos del amor a María. Cada vez que miramos una imagen de nuestra Madre escuchamos a su Hijo que nos dice: “Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Ya sabemos qué es lo único verdaderamente importante en nuestra vida.
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