Meditación sobre Jn 20,19-31
Desde el pecado del origen, Dios fue preparando a los hombres con vistas a poder perdonarnos los pecados y reconciliarnos con Él. La última y definitiva etapa de esta larguísima historia fue la Alianza del Sinaí. Los oráculos de los Profetas de Israel están marcados con el sello del perdón y la reconciliación. Es lo que expresa, admirablemente, esta página del libro de Isaías:
Buscad a Yahveh mientras se deja encontrar,
llamadle mientras está cercano.
Abandone el impío su camino,
el hombre inicuo sus pensamientos,
y vuélvase a Yahvéh,
que tendrá compasión de él;
a nuestro Dios,
que será grande en perdonar.
Grande en perdonar. Qué nombre tan precioso de Dios. Verdadero nombre propio, porque solo Dios puede perdonar, y porque su misericordia puede perdonarlo todo. Dios se manifiesta plenamente como grande en perdonar en la tarde del Día de la Resurrección de Jesucristo:
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos por miedo a los judíos, vino Jesús y se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”. Dicho esto les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también Yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
Jesús muestra a sus discípulos las llagas de la Cruz. Ellas son, en el cuerpo del Resucitado, el testimonio de que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, que con sus heridas hemos sido curados. Las manos y el costado son el testimonio de que el Padre ha aceptado la ofrenda que Jesús le ha hecho de su vida por nosotros, que la Sangre derramada por esas heridas tiene el poder de perdonarnos los pecados y reconciliarnos con Dios. Por eso la paz y la alegría.
Jesús, que en la tarde del Jueves Santo instituyó el Sacramento de la Eucaristía, instituye ahora el Sacramento de la Reconciliación. Es como si estos dos Sacramentos fuesen el marco de la Pasión y Resurrección de Jesús. Como darnos el Espíritu Santo expresase el sentido profundo del Sacrificio Eucarístico. Todo el que acoja en la fe al Espíritu Santo será perdonado de sus pecados, y tendrá el poder de expiar y reparar, uniendo sus trabajos y sufrimientos a la Pasión de Cristo, todo el mal que haya hecho en su vida.
El Hijo ha llevado a cabo la misión que el Padre le ha encargado. Las heridas de las manos y el costado en su Cuerpo Resucitado son el testimonio irrefutable de su amor y obediencia al Padre. Pone su obra en poder del Espíritu Santo para que sus discípulos la lleven al mundo. Así crecerá su Iglesia.
Éste es el día glorioso que la humanidad esperaba desde el pecado del origen. De ese «soplo» de Cristo Jesús Resucitado y de sus palabras brota el Sacramento de la Reconciliación, que ha llenado de paz y alegría el corazón de innumerables personas a lo largo de los siglos. ¿Qué sería nuestra vida sin este Sacramento? ¿Qué sería nuestra vida sin poder ser perdonados de todas nuestras ofensas a Dios, sin poder expiar el mal cometido y reparar el daño que hemos hecho a otras personas?
Ahora San Juan nos relata el encuentro de Jesús con Tomás. La atención vuelve a las llagas. Tomás será testigo especial de la realidad de la Resurrección de Jesús:
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con vosotros”. Luego dice a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”. Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío”. Dícele Jesús: “Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que no han visto y han creído”.
Qué importancia da Jesús al testimonio de las heridas de la crucifixión en su cuerpo resucitado. Son la garantía de que su muerte en la Cruz es el Sacrificio Redentor, no una injusticia más a lo largo de la historia. Son la garantía de que el Padre ha acogido la ofrenda que de su vida le ha hecho por nosotros. Y las llagas de las manos y el costado son el testimonio de que no hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos. Y de que la Pasión es el camino de la Resurrección. No hay otro camino.
Las señales de la Pasión nos garantizan que hemos sido perdonados de nuestros pecados. Y nos garantizan también que, uniendo nuestros trabajos y fatigas, dolores y sufrimientos, a los de Cristo cooperamos con Él en la reparación de todo el mal que hemos hecho en la vida con nuestros pecados. Y que Dios acepta esa reparación nuestra. La Pasión de Cristo es una gran manifestación de la comprensión y delicadeza con la que Dios nos trata, que nos da también el poder de unir nuestros sufrimientos a los de Cristo para el bien de los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación en Cristo Jesús con la gloria eterna.
Jesús invita a Tomás a no ser incrédulo, a creer en Él y en el misterio de su Cruz y Resurrección, ese misterio que testifican las heridas en su cuerpo resucitado. Tomás acoge la invitación del Señor y responde con un acto de fe admirable; ve la Humanidad de Jesucristo y confiesa su divinidad: “Señor mío y Dios mío”.
El Señor termina dirigiéndose a nosotros. Nos dice que la fe es el camino de la bienaventuranza. Y la puerta de la fe va a ser la escucha de su Evangelio. El Espíritu Santo obrará en nosotros del mismo modo que aquel día obró en Tomas. La santidad de la Iglesia es poderoso testimonio de ese obrar.
San Juan termina su Evangelio; y lo hace con toda honradez:
Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su Nombre.
La fe. Siempre la fe. La fe que abre nuestro corazón al obrar de la Santísima Trinidad y es la puerta de la vida eterna.
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