Meditación sobre Mc 2,1-12
El encuentro de Jesús con un paralítico tiene una cierta nota de espectáculo. Tuvo lugar en Cafarnaúm, en lo que fue la casa de Jesús durante el tiempo de misión en Galilea.
Entró de nuevo en Cafarnaúm. Al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y Él les anunciaba la Palabra.
Qué sitio tan privilegiado es Cafarnaúm; allí resonó con particular abundancia la palabra del Verbo Encarnado; cuántas fueron las grandes obras de curación y liberación de demonios que Jesucristo realizó en esta pequeña ciudad. En Cafarnaúm había gente admirable. Vamos a conocer algunos. Es gente a la que no se les pone nada por delante con tal de que su amigo se encuentre con Jesús; gente que nos ha dejado un claro ejemplo de lo que es la verdadera amistad: llevar a nuestros amigos a encontrarse con Jesucristo.
Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde Él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.
A Jesús le llama la atención la fe de aquellos hombres. Le debió emocionar porque, algún tiempo después, en la sinagoga de esta ciudad, Jesús reveló el misterio que da razón de esta fe:
“Nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y Yo le resucitaré el último día”.
Solo el Padre nos puede enviar a su Hijo, y solo el Padre nos puede revelar que se ha hecho hombre en Jesús de Nazaret y llevarnos a la fe en Él. No hay ciencia humana que nos pueda llevar del hijo de María al Unigénito de Dios. Y no hay ciencia humana que nos pueda llevar a conocer que Jesús ha venido a traernos la vida que Él recibe del Padre, a resucitarnos el último día.
Estos que llevan a su amigo paralítico a Jesús son hombres humildes, que no han puesto obstáculos al obrar del Padre –que es la esencia de la humildad–, y del modo que solo Dios conoce, han comprendido que en Jesús de Nazaret se ha encarnado la misericordia de Dios, que ha venido al mundo el poder de perdonar del Dios de Israel.
El Señor no les defrauda, y el deseo de perdonar de Dios y el de ser perdonado del hombre se dan cita en el encuentro de Jesús con el paralítico y sus amigos. Realmente lo que sucedió en aquella casa de Cafarnaúm fue un acontecimiento glorioso. La gran fiesta que, no solo la humanidad, sino los ángeles del cielo y el mismo Dios, estaba esperando desde el pecado del origen: la fiesta del perdón.
Cuando Jesús le dice a este hombre: “Hijo, tus pecados te son perdonados”, se cumple la esperanza que todos tenemos de ser liberados del poder del pecado, del tener que vivir al servicio del mal, y de caminar inexorablemente hacia la muerte eterna. Y se cumple la esperanza de Dios Padre, que nos ha enviado a su Hijo para que expíe nuestros pecados y nos reconcilie con Él. Esta hora gloriosa no pasará; está viva en el corazón de todo hombre cuando hace un acto de contrición.
Pero junto a Jesús hay también gente que no lo conocen; no han dejado obrar a Dios en su alma y no ven en Él al portador del perdón de Dios. Están en su mundo de prejuicios mezquinos:
Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: “¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?” Conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: “¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados –se dirigió al paralítico–, a ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Se levantó y, al punto, cargando con su camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: “Jamás vimos cosa parecida”.
Qué misterio tan grande es el encuentro con Jesús. Llevan razón esas gentes cuando dicen que únicamente Dios puede perdonar los pecados. Pero Jesús no está blasfemando, porque Jesús es Dios. En Jesús, el Hijo de Dios ha venido a traernos la misericordia del Padre. Por eso solo el Padre nos puede llevar a este misterio.
Cuando Jesús dice a este hombre: “levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”, comienza la historia de una nueva humanidad. Este hombre ha salido de su casa esclavo del pecado y llevado en camilla por cuatro amigos. Volverá de pie, caminando con la dignidad de un hijo de Dios, acompañado de sus amigos, cargando con su camilla, y envuelto en la alegría de lo que le ha sucedido. Me parece que es una admirable imagen de la liberación que Jesucristo nos ha traído.
La curación de este paralítico es un signo poderosísimo. Un signo que ilumina todos los milagros de Jesús: en Jesús ha venido al mundo la compasión de Dios; ha terminado el dominio del pecado. El misterio de la Redención está contenido en las pocas palabras de perdón que Jesús dirige al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Detrás de estas palabras está la sombra de la Cruz; son palabras que resuenan en el horizonte escatológico, en el ámbito de la vida eterna. Por eso la reacción de la gente que, asombrados, glorifican a Dios diciendo: “Jamás vimos cosa parecida”. Realmente nunca, nadie, había visto cosa parecida. Desde ese día, por pura gracia de Dios, lo vemos cada vez que nos acercamos al Sacramento de la Reconciliación.
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