Meditación sobre Mc 9,33-50
Jesús, que va camino de Jerusalén para vivir la Pasión, va a estar por última vez en Cafarnaúm, la ciudad que le había servido como centro de operaciones durante los años de predicación en Galilea. Ya no volverá. Es una hora emocionante. Los discípulos están en otro mundo.
El evangelista agrupa diversas enseñanzas de Jesús. En ellas el Maestro revela la novedad de su doctrina:
Llegaron a Cafarnaúm. Estando ya en casa, les preguntó: “¿De qué discutíais por el camino?” Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: “Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos”.
A Jesús le parece bien que quieran ser los primeros. La mediocridad buscada no es cristiana. Cuando nos hable de la metáfora de la vid nos dirá que su Padre, que es el viñador, poda los sarmientos para que den más fruto. No les reprende, lo que hace es indicarles el camino para llegar a ser primeros: servir. Nada que ver con la lógica del mundo.
Ahora Jesús va a iluminar su enseñanza con un gesto, que va a dejar claro lo que entiende por recibir:
Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”.
Un niño, Él, su Padre Dios. Todo está unido por el verbo «recibir». La clave es «en mi nombre». Entonces «niño» adquiere un sentido espiritual más amplio: los pequeños, los desvalidos, los que estén necesitados de nuestra ayuda. Si recibimos a uno de estos pequeños en nombre de Jesús, no sólo recibimos al mismo Cristo, sino también al Padre que le ha enviado. De qué modo tan asombroso la fe dilata nuestra vida.
El «en mi nombre» sigue siendo el hilo conductor:
Juan le dijo: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo porque no venía con nosotros”. Pero Jesús dijo: “No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros. Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa”.
En el ámbito del nombre de Jesús no hay divisiones. Todos están contenidos en ese «por nosotros», que debió emocionar a los discípulos y en el que estamos, con Jesucristo, todos los cristianos. Por ahí pasa la separación entre los hombres, no por cuestiones de raza, clase social, etc. La palabra clave para entender la sociedad es: “el que no está contra nosotros, está por nosotros”. El que obra invocando el nombre de Jesús, con Jesús está, y lo que se hace con el discípulo, con el mismo Jesús se hace y, aunque solo sea un vaso de agua, Dios Padre no dejará de recompensarlo.
Esta última enseñanza de Jesús en la que quizá es la casa de Pedro, además de la carga emotiva –tantas veces enseñó el Maestro en ese lugar–, tiene una particular potencia para transformar nuestra vida. La clave es hacerlo todo en nombre de Jesús. Entonces nuestra vida será un servicio. Siempre. Servir con Jesús y servir a Jesús –que es el sentido cristiano del término–. Y nuestro Padre, que ve en lo secreto del corazón, nos recompensará. Así resulta que cada uno de nuestros días adquiere un valor insospechado a los ojos de Dios.
Jesús concluye su última enseñanza en Cafarnaúm; no la ha dirigido a la muchedumbre, como tantas otras veces, sino a sus discípulos:
“Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen, mejor le es que le pongan al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y que le echen al mar.
Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela: más vale que entres manco en la Vida que, con las dos manos, ir a la gehenna, al fuego que no no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo: más vale que entres cojo en la Vida que, con los dos pies, ser arrojado a la gehenna. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo: más vale que entres con un solo ojo en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna, donde ‘su gusano no muere y el fuego no se apaga’.
Porque todos serán salados con fuego. La sal es buena; pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened en vosotros sal y tened paz unos con otros”.
A los ojos de Jesús el pecado de poner tropiezo –es lo que escándalo significa– y destruir la fe de la gente sencilla es tan grave que, en comparación de lo que le espera, más le valdría al que así obra ser arrojado a lo profundo del mar. Queda dicho el valor que los pequeños tienen a los ojos de Dios. Sin que ellos lo pretendan, los sencillos se convierten en jueces inexorables de nuestro comportamiento.
Luego, con tres metáforas fuertes, Jesús desarrolla el tema del escándalo en relación con la propia vida. Deja claro que lo único importante es entrar en la Vida, en el Reino de Dios y, por eso, que lo único que hay que evitar es llegar a ser arrojado a la «gehenna» –símbolo de la condenación eterna–.
Siempre que Jesús habla de la hora escatológica deja claro que todo es cuestión de la libertad y responsabilidad personal. Por eso insiste tanto en el juicio; no para asustar, sino para hacernos reaccionar, para hacernos caer en la cuenta que cada uno se juzga a sí mismo día a día.
El fuego de la «gehenna» del que ha hablado es el sufrimiento de los condenados. Pero el Señor termina hablando de otro fuego: “Porque todos serán salados con fuego”. Este fuego hace referencia a la participación en su Pasión –que hay entender en su sentido profundo, como el sufrimiento que es consecuencia de obrar siempre por amor y obediencia al Padre–. Así este fuego nos purifica y nos transforma en una ofrenda agradable a Dios. Ésa es la imagen de la sal tal como la presenta el libro del Levítico:
Sazonarás con sal toda oblación que ofrezcas; en ninguna de tus oblaciones permitirás que falte nunca la sal de la alianza de tu Dios; en todas tus ofrendas ofrecerás sal.
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