Meditación sobre Mc 10,32-34
Desde que inició el último viaje a Jerusalén, Jesús comenzó a enseñar a sus apóstoles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días, la reacción de los suyos fue de rechazo total: Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderlo. Pocos días después, Jesús les volvió a hablar de su Muerte y Resurrección: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará”. La reacción fue de incomprensión y miedo, no fue de abierta oposición: “Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle”. Ahora les va a dejar el tercer anuncio, el último antes de la Cena:
Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que le seguían tenían miedo. Tomó otra vez a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder: “Mirad que subimos a Jerusalén y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán; y a los tres días resucitará”.
Qué escena tan poderosa. Jesús camina de forma decidida al encuentro con la Cruz. Se dirige a los Doce y les anuncia, por tercera vez en pocos días, lo que va a suceder en Jerusalén. La triple repetición manifiesta la importancia que Jesús da a que sus apóstoles estén preparados con lo que se van a encontrar. El Señor sabe que, hasta que los Doce no acojan plenamente en sus corazones el drama de la Cruz y la realidad de la Resurrección, no serán sus Apóstoles; no podrá enviarlos a llevar el Evangelio al mundo, porque la Muerte y Resurrección del Hijo del hombre es el corazón del Evangelio. Salvando las distancias, lo mismo nos sucede a nosotros. Hasta que no escuchemos esta revelación de Jesús no seremos cristianos.
Las palabras de Jesús revelan el corazón del Evangelio –de hecho éste es el Evangelio de San Pablo–. Jesús nos dice que sube a Jerusalén para cumplir la voluntad de Dios. Es lo que la expresión «será entregado» significa. En último extremo todo responde al designio de Dios. San Pablo, en la Carta a los Romanos, lo expresa con fuerza:
Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él graciosamente todas las cosas?
Es Dios Padre el que entrega a su propio Hijo por todos nosotros. En este horizonte hay que entender a Judas, a los sumos sacerdotes, y a Pilato –cada uno será responsable de sus actos–.
Las autoridades religiosas de su pueblo lo entregarán a los gentiles, que se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán. Jesús va a cargar con el pecado del mundo; y el pecado –también el nuestro– dice burla, desprecio, violencia, y muerte del Hijo de Dios Encarnado. Ésa es la insondable maldad del pecado. Cuánto tenemos que desagraviar.
Lo que mueve a Dios a entregarnos a su Hijo es la compasión. Dios no puede padecer, pero sí puede compadecer. Y se compadece de su criatura sometida al poder de la muerte. En la Pasión de Cristo está Dios padeciendo con nosotros; ya nadie sufre solo, ninguna lágrima es olvidada, ningún dolor es inútil.
El Señor termina su anuncio diciendo: “y a los tres días resucitará”. De modo semejante terminó también los dos anuncios anteriores. No puede ser de otro modo, porque la Resurrección es el Misterio que fundamenta y da sentido a todo lo que Jesús ha dicho y a todo lo que Jesús vive. Sin la Resurrección, la muerte de Cristo habría sido un abuso de poder más –infinitos, a lo largo de la historia–; no habríamos sido redimidos, seguiríamos en nuestros pecados; y la esperanza del cristiano sería una ingenuidad. Sin la Resurrección de Jesús, el pecado y la muerte tendrían la última palabra. Siempre. La Resurrección manifiesta que el Padre ha acogido la ofrenda que Jesús le ha hecho de su vida por nosotros; es lo que transforma la Cruz de Cristo en Sacrificio Redentor. La Resurrección deja claro que la última palabra la tiene el amor de Jesús a su Padre, amor que se revela en la humildad y la obediencia hasta la muerte y muerte de Cruz.
Es el amor del Hijo a su Padre lo que nos redime. No el sufrimiento de la Pasión. El sufrimiento, en sí mismo considerado, no es salvador, porque es fruto del pecado. Una vez que Cristo lo acoge, lo transforma en ofrenda al Padre. Entonces el sufrimiento de la Pasión es Redentor. Y es una gracia completamente inmerecida que Jesús acoja nuestro sufrimiento –su Pasión es compasión–, lo una al suyo y, así, podamos colaborar en la Redención.
Nosotros, dirá San Pablo en la Carta a los Romanos,
creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación.
Dios Padre entregó a Jesús, Señor nuestro, para reconciliarnos con Él como hijos. Se puede decir que nuestra filiación divina es la razón del obrar de la Santísima Trinidad.
En la segunda Carta a los Corintios, el Apóstol contempla el Misterio insondable de la Muerte y Resurrección de Jesús desde otro ángulo:
Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Qué cosa tan preciosa.
Ahora podemos vivir para Jesucristo. Puedo convertirlo todo en un acto de amor y de agradecimiento porque ha muerto y resucitado por mí. Así pasaré por este mundo dando gloria a Dios.
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