Meditación sobre Mc 9,14-32
Cuando Jesús, en el Cenáculo, está a punto de encaminarse al encuentro con la Cruz, revela a sus discípulos:
“Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder, pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado”.
Que el Príncipe de este mundo no tiene ningún poder sobre Jesucristo los evangelios lo dejan claro con el relato de las tentaciones en el desierto, y en los encuentros de Jesús con Satanás a lo largo de sus años de misión. Vamos a meditar uno de estos encuentros, que tuvo lugar justo después de la Transfiguración. Jesús baja del monte con Pedro, Santiago, y Juan.
Al llegar donde los discípulos, vio a mucha gente que les rodeaba y a unos escribas que discutían con ellos. Toda la gente, al verlo, quedó sorprendida y corrieron a saludarle. Él les preguntó: “¿De qué discutís con ellos?” Uno de entre la gente le respondió: “Maestro, te he traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo, y dondequiera que se apodera de él, lo derriba, le hace echar espumarajos rechinar de dientes, y lo deja rígido. He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido”. Él les responde: “¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? ¡Traédmelo!”
En cuanto se hace cargo de la situación, Jesús toma la iniciativa. Y deja claro que todo es una cuestión de fe. Como va a decir enseguida, ¡Todo es posible para quien cree!
La soledad de Jesús. Cómo le abruma a Jesús sentirse solo entre aquellos israelitas que no han abierto su corazón a la fe. Parece que ve la ya cercana muerte como una liberación. Estas palabras de Jesús manifiestan que la queja de los Profetas por la infidelidad de Israel estaba bien fundada. ¿Hasta cuándo habré de soportaros? Hasta el final. Hasta la Cruz. Jesús llevará al madero la infidelidad a Dios de todos los hombres. También la nuestra. Así nos reconciliará con su Padre.
El relato continúa:
Y se lo trajeron. En cuanto el espíritu vio a Jesús, hizo retorcerse al niño, que cayendo a tierra se revolcaba echando espumarajos. Entonces preguntó a su padre: “¿Cuánto tiempo hace que le viene sucediendo esto?” Le dijo: “Desde niño. Y muchas veces le ha arrojado al fuego y al agua para acabar con él; pero, si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos”. Jesús le dijo: “¡Si puedes…! ¡Todo es posible para quien cree!” Al instante, gritó el padre del muchacho: “¡Creo, ayuda mi incredulidad!”
“Compadécete de nosotros y ayúdanos”. El padre acierta plenamente. Lo único que podemos pedir a Dios es su compasión. No podemos exigirle; no podemos ponerle condiciones; sí podemos pedirle que tenga compasión de nosotros. Nos escuchará. Porque se compadece del hombre sometido al poder de Satanás, el Padre nos ha enviado a su Hijo.
Jesús se compadece primero del padre. Le hace entender que la curación de su hijo depende de su fe, de que confíe sin reservas en que Él obra con la omnipotencia de Dios. La respuesta del padre manifiesta su humildad: “¡Creo, ayuda mi incredulidad!”
Este hombre es un modelo para nosotros. Ante cada necesidad –y la de su familia era terrible– hay que ir a Jesús, pedirle que nos fortalezca la fe, y que se compadezca de nosotros y nos ayude. Con la fe de Cristo lo podremos todo. San Juan, en la primera de sus Cartas, lo expresa admirablemente: Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. Pues, ¿quien es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
La compasión de Jesús sigue obrando:
Viendo Jesús que se agolpaba la gente, increpó al espíritu inmundo, diciéndole: “¡Espíritu sordo y mudo, Yo te lo mando: sal de él y no entres más en él!” Y el espíritu salió dando gritos y agitándolo con violencia. El muchacho quedó como muerto, hasta el punto de que muchos decían que había muerto. Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó y él se puso en pie.
“Yo te lo mando”. Aquí está la clave. El «Yo» que manda es Dios Hijo. Por eso, por muy sordo y mudo que sea el espíritu inmundo, y por mucho que le enfurezca obedecer, no tendrá más remedio que hacer las dos cosas que Jesús le manda. Cuando Jesús nos asegure que el Príncipe de este mundo no tiene ningún poder sobre Él, sus palabras estarán respaldadas por todas las veces que los evangelistas nos han dejado el testimonio de su poder sobre los espíritus inmundos. Por eso hay tantos relatos de exorcismo en los evangelios.
San Marcos expresa con sencillo simbolismo el poder de Jesús sobre la muerte. Cuando nos llegue la hora, Jesús nos tomará de la mano, nos pondrá en pie, y nos llevará con Él a la vida eterna.
Todavía tiene el Señor una importante enseñanza que dejarnos:
Cuando entró en casa le preguntaban sus discípulos a solas: “¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo?” Les dijo: “Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración”.
Los discípulos de Jesús escuchan su palabra. Cuando, en los comienzos de la vida de la Iglesia, hubo problemas entre los cristianos que venían del mundo griego y los provenientes de los hebreos, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice:
Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: “No parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra”.
Como la voz que oyeron en el monte de la Transfiguración les había mandado, los Apóstoles escucharon al Hijo amado de Dios cuando les reveló el poder de la oración. La oración de los Doce es fundamento firme de la Iglesia de Jesucristo.
Desde Cesarea de Filipo estamos acompañando a Jesús camino de Jerusalén. El Señor revela a sus discípulos por segunda vez lo que allí va a vivir:
Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días”. Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle.
Todo responde al designio de Dios. Es lo que “va a ser entregado” expresa. Es una pasiva teológica. No hace referencia a Judas, ni a las autoridades del Sanedrín, ni a Pilato. Estos, aunque obran con libertad, son meros comparsas en el plan de Dios. Es el Padre el que nos entrega a su Hijo para reconciliarnos con Él como hijos. Jesús obrará movido por el amor y la obediencia a su Padre.
Desde el primer anuncio de su muerte y resurrección, que ha tenido lugar pocos días antes, los acontecimientos de la Transfiguración y la liberación del niño han derramado una luz poderosa sobre estas palabras de Jesús. Sus discípulos siguen sin entenderle. Pero una cosa ha cambiado: se ha terminado esa frivolidad irreverente con la que Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderlo; ahora temen preguntarle. Lo sucedido estos días ha cambiado el modo como miran a su Maestro.
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