Meditación sobre Mc 10,17-31
En el Cenáculo, después del lavatorio de los pies, Jesús dijo a sus discípulos:
“Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy”.
Jesús es el Maestro. Solo Él conoce al Padre y lo puede revelar. La palabra del Maestro que es Jesús nos llega desde la profundidad del Misterio de Dios; nos revela el amor que Dios nos tiene; y nos enseña el camino de la vida eterna. Por eso su palabra resuena siempre en el horizonte del Juicio: en nuestra vida todo depende de si la recibimos o no.
Vamos a asistir al encuentro de Jesús con un hombre:
Se ponía ya en camino cuando uno corrió a su encuentro, y arrodillándose ante Él le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?” Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre’. Él, entonces, le dijo: “Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud”. Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: “Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme”. Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes.
Solo Jesús conoce a Dios. Solo Él nos puede revelar: “Nadie es bueno sino sólo Dios”. Dios es Bueno; obra siempre movido por su bondad; todo bien en la vida del hombre procede de Dios, y hace presente a Dios. Los mandamientos de Dios manifiestan su bondad, son la puerta para pasar por este mundo haciendo el bien, y el camino que nos lleva al encuentro definitivo con Dios y a tener en herencia vida eterna.
Jesús aprecia que este hombre haya guardado los mandamientos de Dios desde su juventud. Por eso se dirige a él, además de como Maestro, como Señor. Es lo que expresa la mirada amorosa y la invitación a venderlo todo, para tener un tesoro en el cielo, y seguirle. Solo el Señor puede hacerlo.
Jesús ha puesto en este hombre su esperanza. Quedará defraudado. El desenlace de este encuentro lo relata San Marcos con extraordinaria finura psicológica. Y con gran delicadeza. El evangelista no hace juicio ninguno. Parece que participa de la tristeza de este hombre. ¿Qué fue de él? No sabemos. Sí sabemos que rechazó la invitación que Jesús le hizo a cambiar un tesoro en la tierra por un tesoro en el Cielo; a vivir envuelto en su mirada amorosa; a seguirlo hasta la vida eterna. Pobre hombre. No es extraño que se vaya abatido.
Volvemos a la sinagoga de Cafarnaúm. Jesús dice:
“Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y Yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: ‘Serán todos enseñados por Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí”.
Aquí está la clave de lo que en las Escrituras de Israel es de Dios y de cómo hay que vivirlas. El corazón de la enseñanza de Dios son los mandamientos que Jesús pide a este hombre que viva. Él dice que los ha guardado desde su juventud. Quizá. Lo que es seguro es que no ha escuchado al Padre y aprendido de Él. Si lo hubiera hecho, se habría dejado llevar por el Padre a su Hijo. Entonces habría descubierto en la mirada y la invitación de Jesús el tesoro por el que vale la pena perderlo todo. No lo hizo.
Jesús ha fracasado. En lo que vamos a escuchar rezuma la tristeza que el comportamiento de ese hombre le ha producido. Jesús ha hablado como Maestro y luego como Redentor. Ahora lo hará como Padre, llamando «hijos» a sus discípulos:
Y echando una mirada en torno, dice Jesús a sus discípulos: “¡Cuán difícilmente los que posean riquezas entrarán en el Reino de Dios!” Los discípulos se asombraron al oírle estas palabras. Mas Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dijo: “Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Más fácil es pasar un camello por el ojo de la aguja que entrar un rico en el Reino de Dios”. Ellos se asombraban aún más, y se decían unos a otros: “Y ¿quién podrá salvarse?” Fijando en ellos su mirada, Jesús les dice: “Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios”.
Qué diálogo tan terrible. Jesús dice: “Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios!”. Los discípulos comentan: “Y ¿quién podrá salvarse?”. Jesús responde: “Para los hombres, imposible”. Esto es el pecado. Solo Jesús lo conoce. Solo Él puede revelarnos su maldad. El que quiera escuchar, que escuche.
Pero el pecado no tiene la última palabra. La última palabra la tiene la compasión de nuestro Padre Dios. Por eso, Jesús termina: “todo es posible para Dios”. La conclusión es clara: hay que rezar; pedirle a Dios día y noche por nuestra salvación, por la salvación de los nuestros y por la de todo el mundo; hay que convertirlo todo en oración. Hay que pedir a Dios con fe que no nos deje caer en la tentación de rechazar la invitación de Jesús a seguirle; que nos libre del mal de vivir alejados de la mirada de su Hijo. Pedir a nuestro Padre Dios y vivir tranquilos.
Con el horizonte del encuentro de Jesús con el hombre rico, escuchamos este precioso diálogo:
Pedro se puso a decirle: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Jesús dijo: “En verdad os digo: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno ahora en este tiempo, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, junto con persecuciones, y en el siglo venidero vida eterna”.
Jesús nos asegura que Dios es buen pagador, y que recibiremos el ciento por uno en este mundo y la vida eterna en el otro. Eso sí, no faltará la Cruz en nuestra vida. Es la prueba de que dejamos todo por Jesucristo y por el Evangelio.
Estas palabras de Jesús las entienden perfectamente las personas que se deciden a responder a su llamada, dejarlo todo por Él. De esto tenemos innumerables testimonios a lo largo de la vida de la gran familia que es la Iglesia. Y estas palabras de Jesús no pueden entenderlas los que han rechazado su amor. Así son las cosas de Jesús. Para entenderle –en la medida que podamos, claro–, para poder comprobar la verdad de sus palabras, hay que fiarse de Él y dar el salto de la fe.
El Señor termina con una advertencia para que no nos confiemos, para que luchemos hasta el final:
“Pero muchos primeros serán últimos y los últimos, primeros”.
Hay que rezar hasta el final. Hay que pedir a Dios la salvación hasta el último momento.
Comentarios
Publicar un comentario