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Lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor

Meditación sobre Lc 2,21-39


El Hijo de Dios ha venido al mundo para hacer la voluntad del Padre que le ha enviado; para eso cuenta, desde el principio, con la inestimable colaboración de María y José, que le dieron el nombre que Dios había elegido para Él y lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor:


Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al Niño le dieron por nombre Jesús, impuesto por el ángel antes de ser concebido en el seno materno. Y cumplidos los días de la purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está mandado en la Ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor»; y para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones


El Hijo de Dios es ahora Hijo de Israel. Ésta gloria no se la podrá quitar nadie al pueblo de Dios. A esta gloria se ordenan todas las innumerables bendiciones que, desde la elección de Abraham, Israel ha recibido de Dios. Con la obediencia de Jesús a su Padre irrumpe lo nuevo y grande contenido en las Escrituras de Israel, y todo lo que en ellas es de Dios permanecerá para siempre en la vida de Jesús . 

   María y José han puesto al Niño el nombre que Dios había elegido para Él. Jesús es la forma apocopada de Yehoshúa –«Yahvé salva»–. Dios va a salvar mediante la obediencia: en este Nombre se encuentran la obediencia del Hijo, la de su Madre y la de José. El que sea Dios el que elige el nombre, la misión que el nombre expresa, y la primera sangre derramada en la circuncisión abren ya el panorama que culminará en la Cruz. La obediencia a Dios de la Familia de Nazaret pone su sello en toda familia que quiera colaborar con la Salvación de Dios.


Qué día tan glorioso aquel en el que Jesús, llevado por su Madre y por José a Jerusalén, es consagrado al Señor. El Templo, y toda la Creación, ha cumplido la misión que Dios les había encargado. Me parece que podemos decir con la Carta a los Hebreos: 


Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos –Jesús, el Hijo de Dios– mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Por lo tanto, acerquémonos confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno.


Ahora, llevados por el Espíritu Santo, nos vamos a acercar confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia. Vamos a hacerlo acompañando a Simeón, a María y a José; y hay que notar con qué naturalidad San Lucas, una vez que ha dejado claro el misterio de la Maternidad divina de María, se refiere ahora a José llamándole padre de Jesús. El evangelista escribe para personas inteligentes. 


Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: 

“Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, 

según tu palabra; 

porque mis ojos han visto tu salvación, 

la que has preparado ante la faz de todos los pueblos; 

luz para iluminar a los gentiles 

y gloria de tu pueblo Israel”.

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. 


Qué escena tan preciosa. La clave es el encuentro con Jesús, como siempre, y la bendición de Simeón a Dios. El Hijo de Dios ha venido para encontrarse personalmente con cada uno de nosotros y traernos la salvación de su Padre Dios. María y José son los grandes colaboradores del Espíritu Santo en la venida de Jesús y en nuestro encuentro con Él. El camino por el que el Espíritu Santo ha llevado a Simeón al encuentro con Jesús ha hecho de él un hombre justo y piadoso, un hombre que vivía esperando la consolación de Israel.

   Ahora el Espíritu Santo le hace saber que el niño de esa sencilla familia de Galilea que forman José y María es el Cristo del Señor que trae la salvación de Dios. Y lleva a Simeón a la verdad sobre el niño que tiene en brazos. No puede ser de otro modo, porque no hay ciencia humana que nos pueda hacer pasar de un niño de pocas semanas a lo que Simeón nos dice que han visto sus ojos al mirar a Jesús.

   Qué escena tan conmovedora. Inspirado por el Espíritu Santo, Simeón se está despidiendo de la vida bendiciendo a Dios con el niño Jesús en sus brazos, bajo la mirada de María y José. En este Niño habita la plenitud de la salvación de Dios. Jesús es el que va a iluminar las naciones con la luz de la Salvación. Él es la gloria del Israel fiel, el pueblo que ha sido portador durante siglos de la Promesa de salvación que Dios hizo a Abraham. 

   El anciano Simeón, que vivía esperando la consolación de Israel, se ha encontrado con la consolación de todas las naciones. Ahora sabe que puede irse en paz, porque ha visto con sus ojos –y ha tenido en sus brazos– la salvación que Dios ha preparado ante la faz de todos los pueblos .


El contraste entre lo que Simeón acaba de decir y lo que vamos a escuchar ahora no puede ser más fuerte.


Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: 

   “Mira, Éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción –y a tu misma alma la traspasará una espada–, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones”.


Jesús es el Salvador. Con el amor y la obediencia a su Padre nos trae la salvación de Dios. Es signo de contradicción y cada uno tendrá lo que elija. La Madre participará, y de qué manera, en ese drama de salvación o condenación. 

   En medio del clima de alegría de la Presentación, la espada es el sello de la Pasión de Jesús. El Espíritu Santo nos introduce en la Pasión del Hijo a través del alma de la Madre. Estamos ya en el Calvario. 


Después del encuentro con el anciano Simeón, el encuentro de Jesús con la anciana Ana:


Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.


Ana se sitúa en la línea de las grandes mujeres de Israel, y de las grandes profetisas. Como premio –asombroso premio– a toda una vida de fidelidad, el Espíritu Santo lleva a Ana a reconocer en Jesús al Mesías esperado. Tal como el evangelista lo relata es como si su continua oración hubiese acortado la espera de la venida del Redentor, el encuentro con los que esperaban la redención de Jerusalén.

   Fruto del encuentro con la Familia de Nazaret es la alabanza a Dios y la necesidad de hablar del Niño a los que tenían puesta su esperanza en la salvación que viene de Dios. Si el encuentro con Jesús está inspirado por el Espíritu Santo, si es fruto de una vida entera de servicio a Dios –de ayuno y oración–, el resultado no puede ser otro más que la alabanza de Dios y el anuncio del Evangelio. Así sucederá en nuestra vida


La conclusión:


Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.


Qué resumen tan magnífico de la vida de la Familia de Nazaret: cumplieron todo lo que Dios les había mandado. También cuando dejaron Galilea obedeciendo al edicto del César estaban obedeciendo a Dios. En este clima de obediencia ha nacido Jesús y ha comenzado a dar sus primeros pasos en este mundo, y en este clima de obediencia crecerá y llegará a Getsemaní.



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