Meditación sobre Mt 7,13-23
Nos acercamos al final del Sermón de la Montaña, el primero de los cinco grandes discursos en los que San Mateo reúne las enseñanzas de Jesús sobre el Reino de Dios. En este final, bajo la perspectiva del Juicio, Jesús nos da tres consejos que señalan las condiciones exigidas para entrar en el Reino de Dios.
“Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!”.
La clave es la puerta. ¿Por qué puerta ha entrado Jesús? Por la puerta de la Cruz, que es entrar por la puerta de la Voluntad de Dios, por la puerta del Amor obediente y humilde a su Padre. Esa es la puerta angosta que conduce a la Vida. No hay otra. Es la única puerta que se abre al estrecho camino en el que encontraremos las pisadas de Cristo que nos llevarán a la Casa del Padre. Qué pena da oír las últimas palabras del Señor: y qué pocos son los que la encuentran. Cuánta gracia le tenemos que pedir a Dios y qué necesidad tenemos de vivir en vigilia de oración.
En el consejo que nos va a dar ahora Jesús hay que tener en cuenta que el profeta es el portador de la palabra de Dios. El falso profeta pretende engañar en nombre de Dios.
“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconoceréis”.
Que vengan como quieran y pretendan ser lo que quieran ser. La clave que Jesús nos da –que repite dos veces– para reconocer al verdadero profeta es: «por sus frutos los conoceréis». El árbol bueno da frutos buenos; no puede producir frutos malos. Y, ¿quién es ese árbol bueno que siempre da frutos buenos? Jesucristo. Por eso es el único al que tenemos que seguir, el único albarán que tenemos que escuchar.
¿Y el destino de los falsos profetas y de los que son como ellos? Jesús lo deja claro: «Todo árbol que no da buen fruto es cortado y arrojado al fuego». Estamos en el horizonte escatológico, –en el horizonte de la salvación–, donde nos jugamos lo importante. Y lo único importante es pasar por el mundo haciendo el bien.
El tercer consejo hay que enmarcarlo un poco. En el Cenáculo, cuando está a punto de encaminarse a Getsemaní, Jesús nos dice:
Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de aquí.
El Señor nos deja la razón de su Pasión: se someterá libremente al poder de Satanás para dar testimonio al mundo de su amor obediente y humilde a su Padre Dios. La Cruz será el testigo definitivo de que ama al Padre y que obra según el Padre le ha ordenado; que es lo que tiene valor a los ojos de Dios, lo que hace de la Pasión de Cristo el Sacrificio Redentor.
Con el horizonte de estas palabras de Jesús le escuchamos:
“No todo el que me diga: «Señor, Señor», entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: «Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?» Entonces Yo declararé ante ellos: Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que obráis la iniquidad”.
En las palabras de Jesús resuena con fuerza la oración del Padrenuestro. Y el que no viva esta oración, por muchas obras extraordinarias que haya hecho, se encontrará con esas terribles palabras: Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que obráis la iniquidad.
Jesús ha venido al mundo para encontrarse con cada uno de nosotros; para darnos el poder de hacer la voluntad de su Padre celestial; para pasar por la tierra obrando la bondad. Lo esencial es que «en aquel Día» Jesús declare que nos ha conocido desde siempre. Por eso, hasta ese Día, hay que vivir vigilando y orando.
Si ahora le preguntamos al Señor: «¿Hay alguna persona humana que haya vivido plenamente estos tres consejos tuyos que son el camino que nos lleva al Reino de los Cielos?» Él nos dirá: «Sí. Hay una. Solo una. Nunca habrá otra. Es María, mi Madre». Como tantas veces Jesús nos está hablando de su Madre.
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