Meditación sobre 1 Jn 5
A punto de terminar su evangelio, San Juan dice:
Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su Nombre.
La finalidad y la razón de todo lo que ha escrito, nos dice el Apóstol, es la fe; la fe en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios. Fruto de esa fe, la filiación divina, la vida en su Nombre. Con este horizonte escuchamos el último capítulo de su primera Carta.
Todo el que cree que Jesús es el Cristo, de Dios ha nacido; y todo el que ama al que engendró, ama también al que ha nacido de Él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Porque este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos, porque todo el que ha nacido de Dios, vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
La fe en Cristo Jesús nos da el poder de nacer de Dios y de amar a nuestro Padre y a todos los nacidos de Dios. Nuestro amor filial al Padre se abre a todos los hijos del Padre. Es un amor familiar que abarca toda la familia de Dios.
Amar a Dios y cumplir sus mandamientos nos da la certeza de que amamos a los hijos de Dios. Hay una estrecha relación entre amar a Dios y guardar sus mandamientos; y hay una estrecha relación entre la dimensión vertical del amor –amar a Dios– y la dimensión horizontal –amar a los hijos de Dios–. El amor a los hermanos brota del amor a Dios; es su expresión misma. El cristiano ama a su prójimo en tanto que es hijo de Dios; su amor arraiga en su fe. Y el criterio de autenticidad del amor a Dios es guardar sus mandamientos, cumplir su voluntad.
Y los mandamientos de Dios no son gravosos, porque la fe en Cristo vence al mundo. La fe en que Jesús es el Hijo de Dios, esa fe que está en el origen de nuestra filiación divina, de nuestro amor y obediencia a Dios y de nuestro amor a los hijos de Dios, consigue la victoria sobre el mundo. Por eso es el único fundamento sólido en el que podemos edificar nuestra vida. El mundo pasará porque está marcado con el sello de la muerte; el mundo pasará, pero el que ha nacido de Dios permanece para siempre. Solo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios vence al mundo.
La Carta se centra ahora en el testimonio de Dios sobre el Hijo:
Éste es el que vino por agua y por sangre: Jesucristo; no en el agua solamente, sino en el agua y en la sangre. Y el Espíritu es quien testifica, porque el Espíritu es la verdad. Pues tres son los que testifican: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres coinciden en uno.
Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios, por cuanto testificó acerca de su Hijo. Quien cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí. Quien no cree a Dios, le hace mentiroso, por cuanto no ha creído en el testimonio que Dios ha testificado acerca de su Hijo. Y éste es el testimonio: que Dios nos dio vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida.
El testimonio del agua y de la sangre hacen referencia al doble bautismo de Jesús: al bautismo en el Jordán, donde se sumergió en las aguas para ir, simbólicamente, al encuentro con los pecados de Israel y empezar a manifestarse como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y donde al subir de las aguas el Espíritu Santo descendió sobre Él; y al verdadero bautismo en su Sangre cuando, en el Calvario, descendió realmente a las raíces del pecado para justificarnos y, una vez Exaltado, bautizarnos con Espíritu Santo. Y el Espíritu, que es la verdad, testifica que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. El que acoge en la fe esta verdad tiene el testimonio en sí mismo.
El testimonio de Dios es que nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Por eso, quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida. Contundente. Cada uno tiene que elegir, pero hay que tener claro que es imposible llegar a Dios sin pasar por la fe en el Hijo de Dios. Qué gran misterio es la fe en Jesucristo. Qué asombroso es el amor que Dios nos tiene, y la esperanza que tiene puesta en nosotros de que creamos que Jesús es su Hijo, para poder así darnos la vida eterna.
Y ahora la conclusión, que resume el tema central de la epístola:
Os he escrito esto, a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna. Y esta es la segura confianza que tenemos en Él: que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que hayamos pedido.
Después de esta poderosa y gozosa revelación, que llena el corazón de deseos de vivir dando gracias a Dios y haciendo honor a esa vida eterna que de Él hemos recibido por la fe en Jesucristo, San Juan añade unas recomendaciones finales:
Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte pida, y Dios le dará vida –a los que cometan pecados que no son de muerte, pues hay un pecado que es de muerte por el cual no digo que pida–. Toda injusticia es pecado, pero hay pecado que no es de muerte.
Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el nacido de Dios le guarda y el Maligno no llega a tocarle. Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del Maligno. Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero; y estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo; este es el verdadero Dios y vida eterna. Hijos míos, guardaos de los ídolos.
San Juan nos anima a pedir con confianza y a rezar por los que pecan. La clave es que pidamos según la voluntad de Dios. Desde luego la necesidad de la oración para que Dios nos guarde es extrema, porque la situación del cristiano, en medio de un mundo que yace en poder del Maligno es dramática. Por eso Jesús nos enseñó a cerrar el Padrenuestro con esta petición: y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal. Y no es extraño que la Carta termine invitándonos, de un modo muy cariñoso –que es la tonalidad de toda la Carta– a guardarnos de los ídolos. La idolatría incapacita para la conversión del corazón y, por eso, para pedir perdón a Dios y para abrirse a su misericordia.
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