Meditación sobre Jn 12,37-50
A punto de introducirse en el relato de la Pasión del Señor, el evangelista se detiene a considerar por qué Israel ha rechazado a Cristo. Lo hace primero recurriendo al libro de Isaías:
Aunque había realizado tan grandes señales delante de ellos, no creían en Él; para que se cumpliera el oráculo pronunciado por el profeta Isaías:
Señor, ¿quién dio crédito a nuestras palabras?
Y el brazo del Señor, ¿a quién se le reveló?
No podían creer, porque también había dicho Isaías:
Ha cegado sus ojos,
ha endurecido su corazón;
para que no vean con los ojos,
ni comprendan con su corazón,
ni se conviertan,
ni Yo los sane.
Isaías dijo esto porque vio su gloria y habló de Él. Sin embargo, aun entre los magistrados, muchos creyeron en Él; pero, por los fariseos, no lo confesaban, para no ser excluidos de la sinagoga, porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.
El oráculo no habla de la causalidad de Dios, sino de su presciencia. El profeta predice el endurecimiento del corazón de Israel, no lo causa. Como el mismo Dios dice en otro lugar:
Me he hecho encontradizo de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: Aquí estoy, aquí estoy a gente que no invocaba mi Nombre. Alargué mis manos todo el día hacia un pueblo rebelde que sigue un camino equivocado en pos de sus pensamientos.
Dios sale al encuentro de su pueblo para darle la Salvación; pero respeta su libertad. Ese “hacerse el encontradizo” culminará con el envío de su Hijo. El rechazo de Cristo manifiesta la gravedad y la naturaleza del pecado.
En Jesucristo resplandece la gloria de Dios, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Por eso nos dice San Juan que Isaías, en el Templo de Jerusalén, vio su gloria y habló de Él. Para creer en Jesús hay que aspirar, con todo el corazón, a recibir sólo la gloria de Dios. El que prefiera la gloria de los hombres rechazará a Cristo; sus ojos estarán cegados para ver la gloria que se revela en la Palabra Encarnada y se manifiesta en los muchos signos que Jesús realiza. Eso hace irremediable el juicio, como Jesús nos va a decir en unas palabras admirables, en las que escuchamos algunas cosas que ya le hemos oído en este Evangelio, y donde nos va a dar la verdadera razón de su rechazo:
Jesús, clamando, dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las guarda, Yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que Yo he hablado, ésa le juzgará el último día; porque Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y Yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que Yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí.
Jesús subraya, como siempre, su relación con el Padre, que le ha enviado como luz del mundo para salvarnos y traernos la vida eterna. Por eso el que no cree en Él no cree en el Padre. El que no ve en Él al Hijo Encarnado, no ve al Padre. El que no recibe sus palabras, rechaza la Palabra del Padre. Esto será el Juicio. No nos juzga Jesús, que no ha venido al mundo para juzgar sino para salvar. Nos juzgamos a nosotros mismos; la Palabra certificará la elección que hemos tomado en esta vida.
En último extremo que algunas gentes, sean o no del Israel oficial, no crean en Él, no quieran ver las muchas señales de vida que ha hecho, y rechacen sus palabras, a Jesús no le altera. Ha venido a salvar el mundo, ha hablar lo que su Padre Dios le ha mandado, sabiendo que su mandato es vida eterna. Por eso sigue adelante. Después de dos mil años nos podemos plantear: ¿qué habría sido del mundo si Jesús se hubiese dejado amilanar por una panda de escribas y fariseos fanáticos?
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