Meditación sobre Jn 1,1-18
San Juan comienza su Evangelio con un prólogo que es un himno a Jesucristo. Un himno que revela que Jesucristo es la Palabra Encarnada, el Hijo de Dios hecho hombre:
En el principio existía la Palabra
y la Palabra estaba con Dios,
y la Palabra era Dios.
Ella estaba en el principio con Dios.
Todo se hizo por ella
y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.
En ella estaba la vida
y la vida era la luz de los hombres,
y la luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la vencieron.
Las Escrituras de Israel se abren diciendo: En el principio creó Dios los cielos y la tierra. El autor del relato sitúa “el principio” en el obrar creador de Dios; por eso la creación será el ámbito de revelación del Antiguo Testamento. San Juan abre el Evangelio diciendo: En el principio existía la Palabra. Ahora se trata del principio absoluto, el de la vida de Dios, un principio que sólo puede revelarnos la Palabra Encarnada de Dios. El misterio de comunión de las Personas divinas es el horizonte de revelación del Nuevo Testamento, que llevará a plenitud la poderosa revelación de las Escrituras de Israel.
Después de una breve y profunda mirada a la Vida de Dios, Juan se centra en la creación, y nos dice que todo ha sido hecho por la Palabra; y que de la Palabra –y de ninguna otra instancia– nos llega la vida y la luz. Y la luz no será vencida por las tinieblas.
Ahora San Juan se centra en el precursor. No hay que olvidar que el Evangelista fue discípulo del Bautista, que fue el que le llevó a Jesucristo:
Hubo un hombre enviado por Dios:
se llamaba Juan.
Éste vino para un testimonio,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por él.
No era él la luz,
sino quien debía dar testimonio de la luz.
Esta estrofa tiene sabor autobiográfico. Cuando el discípulo amado escribe esto han pasado más de cincuenta años de la muerte de Juan, decapitado porque Herodes no encontró otra manera de apagar su testimonio. Con qué noble orgullo se acuerda el discípulo del maestro que tuvo una importancia extrema en su vida: se llamaba Juan. Y qué bien conocía al Bautista: enviado por Dios, no por iniciativa suya; para dar testimonio de la luz, no de sus ocurrencias; en orden a la fe de los cristianos, no para gloria propia. E insiste: no era él la luz. Claro. Él era un hombre; un gran hombre ante Dios, pero un hombre; un hombre que llevó a cabo, con la gracia de Dios, una gran misión en la obra de la Redención, pero un hombre. Por eso en su vocación y misión podemos encontrar la nuestra: sabernos enviados por Dios para dar testimonio de Jesucristo, para que todos crean en Él.
San Juan vuelve su mirada a la Palabra:
La Palabra era la luz verdadera
que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo.
En el mundo estaba,
y el mundo fue hecho por ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a su casa,
y los suyos no la recibieron.
Mas a cuantos la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio potestad de ser hijos de Dios;
los cuales no de la sangre,
ni de la voluntad de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino de Dios nacieron.
La Palabra es la luz verdadera. Toda otra luz con la que la humanidad pretenda conocer, orientar y edificar su vida y la sociedad es falsa; aleja de Dios; conduce a la muerte. ¿Cómo ilumina la Palabra a todo hombre que viene a este mundo? Eso sólo lo sabe el Espíritu Santo. Lo que el evangelio nos asegura es que Dios no dejará a nadie a oscuras; que todo hombre será iluminado con la luz verdadera; que podrá acogerla y caminar en ella hacia la vida eterna. Por eso la universalidad del Juicio de Dios.
Porque el hombre puede también rechazar la Palabra; que muchos lo harán San Juan lo deja claro: así el mundo, aunque hecho por ella y en el que está, no la conoce; y, aunque vino a su casa, los suyos no la reciben.
Pero lo importante es lo que sucede con los que reciben la Palabra en la fe. En la vida del cristiano todo arranca de la fe en Jesucristo: los que creen en el Hijo de Dios, ellos mismos llegan a ser hijos de Dios. No es cuestión de la naturaleza –sangre, carne, voluntad del hombre–, sino del querer de Dios: una nueva persona humana, una nueva humanidad nacida de Dios; nuestra filiación divina es la razón del obrar de la Santísima Trinidad; y es la prueba de nuestra fe.
Ahora el evangelista se centra en la Encarnación de la Palabra. Los Evangelios de la Infancia de Mateo y Lucas nos detallan este misterio de una forma admirable:
Y la Palabra se hizo carne,
y puso su Morada entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria,
gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
La Palabra se ha hecho hombre; hombre en su condición débil y mortal: carne. San Juan emplea los términos más realistas, los que no permiten la escapatoria alegórica. Y los que creen en Jesucristo, los que han recibido el poder de llegar a ser hijos de Dios, contemplan en la Humanidad Santísima de Jesús la gloria que recibe del Padre: el resplandor de la presencia del Unigénito de Dios y del Amor del Padre por su Hijo. Y esa gloria resplandece en todo rostro humano. Contemplar la gloria del Hombre Jesús en toda persona es la prueba de la filiación divina del cristiano.
La gloria del Hijo Encarnado resplandece de modo especial en la Cruz. Cuando Judas, en el que había entrado Satanás, salió del Cenáculo para entregar al Señor –era de noche, nos dice el evangelista–, Jesús celebra ya su triunfo como consumado:
Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre
y Dios ha sido glorificado en Él.
Si Dios ha sido glorificado en Él,
Dios también le glorificará en sí mismo
y le glorificará pronto.1
En este horizonte, terminando la oración que es como la puerta por la que Jesús entra en su Pasión, le pide a su Padre Dios:
Padre,
los que Tú me has dado,
quiero que donde Yo esté
estén también conmigo,
para que contemplan mi gloria,
la que me has dado,
porque me has amado
antes de la creación del mundo.2
En este quiero que el Hijo dirige al Padre está la razón de su Encarnación y de la Cruz. Tendremos toda la eternidad para agradecer.
Un breve testimonio de Juan –sobre el que volverá después– acerca de la preexistencia de Jesucristo interrumpe el flujo de revelación del himno:
Juan da testimonio de Él y clama:
Éste era del que yo dije:
El que viene detrás de mí
se ha puesto delante de mí,
porque existía antes que yo.
El himno continúa:
Pues de su plenitud hemos recibido todos,
y gracia por gracia.
Porque la Ley fue dada por medio de Moisés;
la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
Habíamos escuchado que Jesucristo está lleno de gracia y de verdad. San Pablo dirá que en Él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en Él.3 Ahora San Juan desarrolla este misterio: la Ley, que tenía una función preparatoria para la venida del Hijo de Dios al mundo, fue dada por Moisés; el perdón de Dios, el reconciliarnos con Él como hijos, nos ha llegado por Jesucristo. Al crecimiento de nuestra filiación divina se ordenan todas las gracias que de la plenitud de Jesucristo recibimos –todas son “cristoconformantes”–. Hasta que llegue un día en que alcancemos la perfecta semejanza con el Hijo de Dios:
Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él.4
El himno termina como había empezado: contemplado el misterio de la Vida de Dios. Pero ahora nos dice por qué podemos tener acceso al principio:
A Dios nadie le ha visto jamás:
el Hijo único,
que está en el seno del Padre,
Él lo ha contado.
Jesucristo viene al mundo a trasladarnos, como hijos de Dios, al reino del Amor de su Padre. Y Juan nos deja su Evangelio para llevarnos al encuentro con Él. Cuando lo termine dirá:
Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su Nombre.5
Comienza el Evangelio diciendo: mas a cuantos la recibieron les dio potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su Nombre, y lo termina: para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su Nombre. En el designio de Dios todo se ordena a nuestra filiación divina.
Citas:
[1] Jn 13,31s
[2] Jn 17,24
[3] Col 2,9s
[4] Col 3,3s
[5] Jn 20,30s
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