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El contraste

Meditación sobre Mc 12,38-44 


El Salmo 150, que cierra el Salterio, expresa el deseo profundo del Israel fiel:  


¡Aleluya! Alabad a Dios en su santuario, 

alabadle en el firmamento de su fuerza.

Alabadle por sus grandes hazañas, 

alabadle por su inmensa grandeza. 

Alabadle con clangor de cuerno, 

alabadle con arpa y con cítara. 

Alabadle con tamboril y danza, 

alabadle con laúd y flauta. 

Alabadle con címbalos sonoros, 

alabadle con címbalos de aclamación. 

¡Todo cuanto respira alabe a Yahveh! ¡Aleluya!


En este precioso Salmo está contenida la vocación de Israel: que en el Templo de Jerusalén y en el Templo de la Creación, todo cuanto respira entone una rica sinfonía de alabanza de Dios. Éste es el servicio que, durante siglos, Israel prestó a todos los pueblos de la tierra; desde el corazón del Israel fiel se elevó hasta el Trono de Dios un canto de alabanza que contenía todo lo verdadero y noble de todas las gentes.


Con este horizonte escuchamos a Jesús. Estamos en el Templo de Jerusalén. Faltan pocos días para que el Señor encomiende su espíritu en manos de su Padre.


Y en su enseñanza, decía: “Cuidado con los escribas, a los que les gusta pasear vestidos con largas túnicas, que los saluden en las plazas, tener los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes. Devoran las casas de las viudas y fingen largas oraciones; éstos recibirán una condena más severa”. 


Qué dolor debió sentir el Señor, que solo vive para la gloria de su Padre Dios, al encontrarse con estas gentes que utilizan la religión de Israel para buscar su propia gloria. 

   Con sus palabras Jesús nos está revelando el misterio del corazón del hombre, de todo hombre. Solo Él puede hacerlo.  Y nos lo revela para que no nos fiemos de nosotros mismos, para que no perdamos de vista que la única razón de nuestra vida es glorificar a Dios en la tierra. Y para que busquemos la gloria solo de las manos de Dios. 

   Qué fuertes las palabras con las que Jesús termina su comentario: éstos recibirán una condena más severa. Jesús no es un profesor de moral; sus palabras resuenan siempre en el horizonte escatológico, de la última hora, de la salvación o la condenación. Y Jesús no condena. Él ha venido a salvar. Por eso nos advierte. Sus palabras, por muy duras que nos resulten, son siempre una invitación a vivir vigilantes y, en este tema de la gloria de Dios, a vivir rectificando continuamente la intención.


Justo antes de salir del Templo, al que ya no volverá, Jesús se va a encontrar con una viuda pobre. El comportamiento de esta mujer contrasta, y de qué modo, con el de los escribas.


Y sentado frente al tesoro, miraba cómo echaba la gente monedas en el tesoro; y muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos ochavos, que hacen un cuadrante. Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: “Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el tesoro. Pues todos han echado de los que les sobra; ella, en cambio, en su pobreza, ha echado todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir”.


La alabanza que Jesús hace de la viuda pobre llena el corazón de alegría; es la alegría que debió experimentar el Señor al ver el obrar a esta mujer. A Jesús le conmovió su limosna; por eso llama a sus discípulos para que sean testigos de la absoluta confianza en Dios de esta viuda que ha puesto su vida en sus manos; y por eso ha querido que esa limosna figure en el Evangelio.

   ¿Qué podrían significar esos dos ochavos para los enormes gastos del Templo de Jerusalén? Nada. Absolutamente nada. Pero eso es lo que atrae la mirada de Jesús, lo que le lleva a llamar a sus discípulos y a dejarnos una enseñanza fundamental: para Dios la cantidad no cuenta; cuenta el amor. Dios no mira el resultado; Él mira el corazón. Me parece que no ha habido una época en la historia tan necesitada de esta enseñanza de Jesús como la nuestra. 


Quizá Jesús ha querido dejarnos la enseñanza sobre la absoluta confianza en Dios de esta mujer para que sea la puerta por la que podamos entrar con Él en su Pasión. Muy pocos días después del encuentro con la viuda pobre, Jesús pondrá su vida en manos de su Padre Dios. San Lucas lo cuenta así:


Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” y, dicho esto, expiró. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: “Ciertamente este hombre era justo”.


Poner la vida en manos de Dios. Ésta es la enseñanza de esta verdadera parábola en acción que es el encuentro de Jesús con la viuda pobre. Cuando Jesús lo hizo en la Cruz, ¿se acordó de esta mujer? A mí me parece que sí pero, en cualquier caso, ¿cuánto bien ha hecho esta mujer a lo largo de los siglos? Solo Dios lo sabe. Y ella ni se enteró aquí en la tierra. Qué extraña es la lógica de Dios. Qué necesidad tenemos de familiarizarnos con esa lógica meditando las palabras de Jesús.



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