Meditación sobre Jn 16,12–15
Jesús, en el Cenáculo, a punto ya de dejar a sus discípulos, les revela:
“Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros”.
En ese «de lo mío» que el Hijo recibe del Padre y que el Espíritu de la verdad nos va revelando desde que vino a nosotros, está contenida la vida de Jesús, todas sus palabras y sus obras. El Espíritu Santo va grabando su revelación en la vida de la Iglesia que es, así, el horizonte hermenéutico para conocer a Jesucristo. Nos centramos en la oración de intercesión de Jesús en la Cruz. Nos dice San Lucas:
Cuando llegaron al lugar llamado «Calavera», le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
La vida de la Iglesia es testimonio irrefutable de cómo el Espíritu de la verdad va dando gloria a Jesucristo guiándonos hasta la verdad completa contenida en esta oración. Y enseñanza fundamental del Espíritu es que Jesús ha asociado a su Madre de un modo especial a su oración de intercesión. Fruto de la acción del Espíritu es que la confianza en el poder de interceder ante Dios de la Madre de Jesús es un rasgo fuerte de la fisonomía y de la vida de la Iglesia.
Testimonio entrañable, probablemente el escrito más antiguo sobre la devoción a la Madre de Dios, es la oración Sub tuum praesidium. Es un himno bizantino de mediados del siglo tercero que, en castellano, reza así:
Bajo tu amparo nos acogemos,
Santa Madre de Dios;
no desprecies las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien,
líbranos siempre de todos los peligros,
Virgen gloriosa y bendita.
Esta oración llega hasta nosotros portadora de la absoluta confianza en la intercesión de María de tantas generaciones de cristianos. Esta oración es testigo de qué pronto el Espíritu de la verdad llevó a la Iglesia a conocer que la Madre de Jesús es la Santa Madre de Dios y la Virgen gloriosa y bendita. Cuando el Concilio de Éfeso lo confiese dogmáticamente, los cristianos llevan ya dos siglos viviéndolo.
El pueblo cristiano sabe, porque el Espíritu de la verdad le va guiando hasta la verdad completa, que la Madre de Jesús es la omnipotencia suplicante. Lo es porque es la Madre de Dios, y porque su Hijo la asoció estrechamente a su oración de intercesión en la Cruz. Ella no llevó nuestros pecados en su cuerpo, los llevó en su alma. Eso le da una autoridad única para interceder ante Dios por los pecadores.
El pueblo cristiano sabe que, porque Jesús desde la Cruz no la dió por Madre e Intercesora, es el refugio de los pecadores y estará siempre dispuesta a rogar a Dios por nosotros; sin condiciones. Por eso la absoluta confianza, obra del Espíritu Santo, de los cristianos de todos los tiempos y lugares en el poder de interceder ante Dios de la Madre de Jesús. Ella es el último refugio de los pecadores.
Maria nos lleva por el camino de la intersección. Este camino tiene un doble sentido. El primero lo expresa admirablemente el himno Sub tuum praesidium: acudir siempre, con total confianza, a la intercesión de la Virgen ante Dios. El segundo es dejarse llevar por nuestra Madre por el camino de la oración de intercesión. Ella nos aconsejará siempre: Hija mía, lo nuestro no es juzgar; lo nuestro es interceder, así que vamos a poner las cosas en manos de Dios y quédate tranquila.
Excursus: «Omnipotencia suplicante»
En el Cenáculo, justo antes de salir hacia la Pasión, Jesús nos asegura que lo que pidamos en su Nombre, tanto si se lo pedimos al Padre como a Él mismo, lo obtendremos. Escuchemos como nos lo dice:
En el horizonte de su relación con el Padre:
“Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que Yo hago, y las hará mayores que éstas porque Yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi Nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi Nombre, Yo lo haré”.
Si creemos en Jesús, si creemos que Él está en el Padre y el Padre en Él, entonces lo que pidamos en su Nombre lo hará. Siempre. Para gloria de su Padre.
En el horizonte de la elección:
“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidáis al Padre en mi Nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros”.
El que se sabe elegido y enviado por Jesús y manifiesta esta sabiduría guardando su mandamiento, podrá pedir al Padre en su Nombre con la seguridad de que el Padre se lo concederá. Todo. Siempre.
A punto de dejar a sus discípulos:
“Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada. En verdad, en verdad os digo: si le pedís al Padre algo en mi Nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi Nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa”.
Cuando los apóstoles se encuentren con Jesucristo Resucitado, además de una alegría que nadie les podrá quitar, tendrán el poder de pedir al Padre en su Nombre; el Padre se lo concederá y su alegría será completa.
Jesús nos dice que si creemos en Él nuestra oración tiene un poder asombroso y, el Padre o Él mismo, nos darán todo lo que pidamos en su Nombre. No estamos muy lejos del poder de la oración de su Madre. No suena tan extraña esa fórmula de «omnipotencia suplicante».
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