Meditación sobre Mt 4,12-22
El Señor, en el Templo de Jerusalén, nos revela:
Jesús les habló otra vez diciendo: “Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
Jesús es la Luz que el Padre ha enviado al mundo para que su salvación alcance hasta los confines de la tierra. De cada uno depende el acogerla, y caminar los caminos de este mundo en la luz de la vida, o rechazarla y vivir envuelto en tinieblas y sombras de muerte. Estas palabras de Jesús son el horizonte para entender lo que ahora escuchamos. Cristo comienza su misión mesiánica:
Cuando oyó que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazará vino a residir en Cafarnaúm, junto al mar, en el término de Zabulón y Neftalí; para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías:
¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí,
camino del mar, allende el Jordán,
Galilea de los gentiles!
El pueblo que habitaba en tinieblas
ha visto una gran luz;
a los que habitaban en paraje de sombras de muerte
una luz les ha amanecido.
Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado”.
El oráculo de Isaías hace referencia a la invasión, en la segunda mitad del siglo octavo, del reino del norte por el ejército asirio. Algún tiempo después, en la misma Cafarnaúm, Jesús nos dirá: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado”. Y el Hijo de Dios encuentra la voluntad de su Padre en los Profetas de Israel. Ésta es su grandeza.
A pesar de haber sido la primera región de la Tierra Prometida sumergida por las sombras de muerte de un imperio pagano, qué tierra tan privilegiada es Galilea. En esa tierra se ha hecho hombre y ha vivido durante años el Hijo de Dios, y en esa tierra comienza a proclamar la llegada del Reino de Dios y a invitarnos a acogerlo. Desde Galilea, la luz de la Redención, el resplandor del amor que Dios nos tiene y de la vida que de Él nos llega, iluminará el mundo entero.
Enseguida el Señor empieza a llamar a los que van a continuar su obra, a los que van a llevar la luz de la vida al mundo:
Caminando por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dice: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron.
Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando sus redes; y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron.
Jesús pasa,ve, e invita. ¿Qué hubiéramos visto nosotros? Hubiéramos visto pescadores, barcas, una vida de trabajo y de apuros económicos, y cosas por el estilo. Jesús ve unos hombres a los que podrá hacer pescadores de hombres; la clave es el «Yo os haré». La mirada de Jesús ve lo que puede realizar en esos hombres. Ve en esos pescadores a los apóstoles que llevarán al mundo la luz del Evangelio. Por eso los llama y ellos lo siguen. Jesús conoce el corazón del hombre, y lo que ve en esos hombres son cosas que ellos mismos no pueden ni sospechar, porque la mirada de Jesús tiene el poder de transformar la vida: el Señor ve en ellos el fundamento de su Iglesia y les hará llegar a serlo. No les va a encargar que pesquen, les va a hacer pescadores. Ésta es la clave de la llamada de Jesús. Dos mil años de historia lo garantizan.
Jesús pasa también junto a nosotros y nos invita. Para conocernos tenemos que dejarnos mirar por Jesús y escuchar la invitación que nos hace. Jesús nos mira y ve en nosotros hombres a los que hará capaces de seguirle por los caminos del mundo iluminándolos con la luz del Evangelio. Jesús nos mira y su mirada pone en nosotros el deseo de ser santos, y de vivir sabiendo que nos ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios. Jesús nos mira y ve nuestra disposición para cooperar con Él en la edificación del Reino de Dios. Jesús nos mira y su mirarnos pone en nuestro corazón unas cosas de las que no teníamos noticia. La clave de todo es que acojamos su mirada y le dejemos hacer.
Tenemos que pedirle al Señor que nos veamos con sus ojos. Descubriremos en nosotros, si le dejamos obrar, un potencial insospechado; y en nuestra vida se abrirán horizontes inimaginables. Y tenemos que pedirle que seamos capaces de mirar con sus ojos. Descubriremos entonces en toda persona una riqueza que solo la mirada de Jesús puede reconocer.
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