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El bautismo de Juan

Meditación sobre Mc 1,1-8


San Marcos abre su evangelio diciendo:


Principio del Evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en Isaías el profeta: 

Mira, envío mi mensajero delante de ti, 

el que ha de preparar tu camino.

Voz del que clama en el desierto:

«Preparad el camino del Señor, 

enderezad sus sendas»

Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados. Acudía a él gente de toda la región de la Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. 


El Evangelio de Jesús, la verdadera y única Buena Nueva es que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios; que el Hijo de Dios es ahora también Hijo del hombre. Por eso, propiamente hablando, el principio del Evangelio de Jesús está en el Corazón del Padre, que nos ha enviado a su Hijo y ha ungido con su Espíritu al Hijo de María. 

   La grandeza de los Profetas de Israel es la fe en que su Dios, que es rico en misericordia, enviará al Redentor. Esa es la conciencia de su misión. Juan, el último de los profetas, lleva a plenitud la misión de ser el mensajero que Dios envía para preparar el camino de la venida del Señor. El sentido de la vida del profeta de Israel es ser la voz que clama en el desierto invitando a acoger al Señor que viene. 

   Juan Bautista es el último de los Profetas de Israel, el último de esa larga serie de hombres grandes que, comenzando por Moisés, han hecho resonar en el mundo la invitación de Dios a enderezar las sendas para que el Señor pueda venir a nuestra vida. A su predicación de un bautismo de conversión para perdón de los pecados acude una gran muchedumbre dispuesta a confesar sus pecados.


El que se acerca a recibir el bautismo de Juan en las aguas del Jordán lo hace porque ha escuchado la invitación a la conversión y anhela, con toda su alma, que Dios perdone sus pecados. Este deseo, que es el sello del Israel fiel, ha quedado expresado en algunas de las páginas más profundas y emotivas de las Escrituras, como el Salmo 51, que comienza así:


Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, 

por tu inmensa ternura borra mi delito, 

lávame a fondo de mi culpa, 

y de mi pecado purifícame. 

Pues mi delito yo lo reconozco, 

mi pecado sin cesar está ante mí; 

contra ti, contra ti solo he pecado, 

lo malo a tus ojos cometí.


El Dios de Israel escuchará este clamor y tendrá piedad del salmista, de su pueblo, y de todos los hombres. Por eso nos enviará a su Hijo. En los que se acercan para ser bautizados por Juan en el río Jordán están representados todos los israelitas fieles que, a lo largo de los siglos, han escuchado la voz de los profetas y se han vuelto a su Dios, sabiendo que es grande en perdonar. 

   Con la venida del Hijo de Dios al mundo estamos en el horizonte último de la Redención –el horizonte escatológico–: Dios es quien invita a la conversión. Y el que escucha la invitación, está dispuesto a expiar sus pecados y a reparar el mal cometido, Dios le perdona los pecados, le transforma el corazón, y le reconcilia con Él. 

   Esto es lo que expresa el bautismo de Juan, la inmersión en lo profundo de las aguas. Y este bautismo será una realidad cuando Jesús viva su Bautismo de Sangre y se sumerja en lo profundo del pecado; no de un modo simbólico como en el Jordán, sino de forma real en el Calvario. Así Jesucristo recibirá del Padre el poder de bautizarnos en Espíritu Santo.


San Juan nos presenta al Bautista con unos pocos rasgos fuertes, que dejan claro que este hombre, como los grandes profetas de Israel, vive sólo para la misión que Dios le ha encomendado; a esa tradición responde su modo de vestir y de alimentarse:


Juan llevaba un vestido de pelos de camello, y un cinturón de cuero ceñía sus lomos, y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Y proclamaba: “Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo, ante quien no soy digno de desatar, agachado, la correa de sus sandalias. Yo os bautizo con agua, pero Él os bautizará en Espíritu Santo”.


Él es el Precursor. Todo en Juan manifiesta que lo único que le importa es cumplir la vocación a la que ha sido llamado ya desde el glorioso día en que María, con el Hijo de Dios en sus entrañas, se presentó en su casa, y su madre Isabel quedó llena del Espíritu Santo al escuchar el saludo de la Madre de su Señor. Los saltos de gozo que dió Juan en el vientre de su madre manifestaron ya entonces la alegría por la misión que tendría que cumplir y por la que derramaría su sangre. 

   Todo en Juan se ordena a la Buena Nueva que anuncia. El Bautista nos revela que el bautizar en Espíritu Santo va a culminar la obra de Cristo. El libro de los Hechos de los apóstoles nos cuenta esta escena de Jesús Resucitado con sus discípulos: 


Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, “que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días (...). Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”. Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos.


Juan sabe que con él ha llegado la consumación de la etapa preparatoria de la historia de la salvación. Lo expresa con el lenguaje de los dos bautismos: el de agua, que administra él, es tipo; el de Espíritu Santo, que administrará Jesucristo una vez que haya culminado la Redención con su bautismo de Sangre, es plenitud. 


Excursus: El bautismo en el Jordán


Dios premia la humildad del Bautista, que verá venir hacia él al Hijo de Dios:


Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán.


El bautismo de Juan es un bautismo de conversión para perdón de los pecados. Es un bautismo de inmersión que se recibe una sola vez en la vida. Sumergirse en las aguas es someterse, simbólicamente, al juicio de Dios; es confesar los pecados para pertenecer a la comunidad escatológica de los perdonados por Dios. El bautismo de Juan se mueve en el horizonte del abismo, de las aguas profundas como hábitat de los poderes del mal, de las fuerzas que se oponen al obrar del Dios vivo y dador de vida y, por eso, lugar del caos, del pecado, de la oscuridad y de la muerte. El judío que acudía al bautismo de Juan lo hacía movido por el deseo de conversión: se sumergía en las aguas para dejar en figura sus pecados, el hombre viejo, en las profundidades, y subir de las aguas como un hombre nuevo.
  En este horizonte se entiende que Jesús se bautice en el Jordán, aunque Él no tiene pecado que dejar en el abismo –y Jesús no hace teatro–. El Señor desciende a lo profundo de las aguas para encontrarse con el arrepentimiento de Israel, acogerlo, hacerlo eficaz y abrir el espacio del perdón, donde el israelita pueda ser perdonado y perdonar. Jesús baja al abismo para cargar con los pecados de Israel, expiar por ellos, y abrir el espacio de la penitencia, donde el convertido pueda, con sus trabajos y sufrimientos, reparar por el mal realizado. Así abre espacio a la conversión de Israel, la vida toda queda marcada con el sello del perdón.

   Pero el bautismo de Juan es tipo del verdadero bautismo con el que Jesús será bautizado; que no será en el Jordán, sino en el Calvario; que no será en agua, sino en sangre, en su propia Sangre. Un bautismo en el que descenderá al abismo, no de un modo figurado, sino real: la sepultura y el descenso a los infiernos. Desde allí, desde las raíces del mal y del pecado, realizará la Redención, y una vez que ascienda Resucitado podrá bautizarnos en Espíritu Santo. Por eso su anhelo: 


He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!


Excursus: Los profetas de Israel


Juan va a conocer que también el Redentor entra en la palabra de los Profetas para encontrarse con el pecado de Israel. Acogiendo el arrepentimiento de los israelitas fieles, el Señor da testimonio de que han sido verdaderos profetas de Israel los que a lo largo de los siglos han invitado al pueblo de Dios a la conversión. Es su venida a las aguas del Jordán lo que llena de verdad y de sentido los oráculos de los Profetas. 

   Con la llegada de Jesús al Jordán, Juan es testigo de que la voz que ha resonado en Israel a lo largo de los siglos invitando a la conversión ha sido escuchada. Esa voz ha clamado en el desierto pero su palabra, que viene de Dios, no se ha perdido: ha encontrado siempre corazones nobles. Y Dios ha escuchado la oración que esos corazones nobles pidiéndole el perdón de sus pecados. 

   Con el bautizo de Jesús en el Jordán, Juan se manifiesta como el que lleva a cumplimiento la larga historia de los Profetas de Israel. Es por la relación a Cristo por lo que los profetas se revelan como verdaderos profetas de Dios. Sin la venida de Cristo todos sus oráculos no serían más que milongas. 


En la muchedumbre que escucha la predicación de Juan están representados todos los israelitas justos que a lo largo de los siglos han acogido la invitación de los profetas a la conversión y a la paz con Dios. El encuentro de esas gentes con el Redentor es el criterio para reconocer la verdad de las palabras de los profetas. Se puede decir que Juan ha puesto el sello de autenticidad a los profetas de Israel. 

   Juan es testigo de que la palabra de Dios es eficaz. Así lo expresa el libro de Isaías: 


Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a Mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié.


En las aguas del Jordán se manifiesta la fecundidad de la palabra de Dios que ha resonado a lo largo de los siglos invitando a preparar la venida del Salvador. Cuando Jesús es bautizado por Juan, la fidelidad de Dios a su Promesa se encuentra con la confianza de Israel en la Palabra de Dios. El fruto de ese encuentro es la Redención que, al subir Jesús de las aguas del Jordán, se anuncia con los cielos abiertos, el Espíritu que desciende sobre Jesús, y la voz que viene de los cielos. 


La palabra de los profetas alcanza la plenitud de sentido y de eficacia. Jesucristo va a asumir desde el comienzo de su anuncio del Evangelio de Dios la invitación de los profetas a la conversión y a la fe; y la va a llevar a su plenitud: con la colaboración de su Iglesia esa invitación va a resonar en el mundo entero, y va a alcanzar el corazón de todo hombre. Cuando hoy una catequista prepara a un niño para su primera Confesión, de algún modo la voz de los profetas de Israel resuena en las palabras de esa mujer. Qué misterio tan admirable.

   En el comienzo de nuestra vida cristiana está el acoger la voz que clama en el desierto invitándonos a preparar el camino del Señor, a enderezar sus sendas. Sólo si escuchamos la invitación a la conversión y a la fe nos pondremos en camino hacia el encuentro con Jesucristo. Por eso sigue siendo fundamental escuchar a Juan Bautista y a los profetas de Israel.


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