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Sintió compasión de ellos

Meditación sobre Mc 6,30-56


Los Doce vuelven de la misión a la que Jesús les ha enviado:


Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado. Él, entonces, les dice: “Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco”. Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer. 


El primer envío de los Doce en misión apostólica es una hora importante en el plan de formación que Jesús ha preparado para sus apóstoles. Todo lo que Jesús hace y dice lo dirige, principalmente, a formar a sus discípulos y, además, a ellos dedica las enseñanzas más profundas, como el largo discurso en el Cenáculo que nos ha dejado San Juan en su Evangelio. Por eso ahora el Señor quiere dedicarles un tiempo a ellos solos; para que descansen, le cuenten con calma la experiencia que han vivido, y poder dedicarse a su formación con calma y sin el avasallamiento de la muchedumbre. El proyecto no cuajará:


Y se fueron en la barca, aparte, a un lugar solitario. Pero los vieron marchar, y muchos los reconocieron. Y desde todas las ciudades, salieron deprisa hacia allí por tierra y llegaron antes que ellos. Y al desembarcar vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.


Qué relato tan humano. Jesús pasa de la preocupación por la formación de sus apóstoles a la compasión por la muchedumbre. Pasa del querer estar un tiempo con sus discípulos a dedicarse a enseñar a la muchedumbre. La clave es la mirada de Jesús; esa mirada que desemboca en la compasión; la mirada que está en el principio de la Redención.

   Qué misterio tan grande es el de la compasión de Jesús. La compasión de Dios se ha encarnado en el Corazón de Jesús. La Pasión revelará la profundidad insondable de este misterio. En la Pasión –verdadera «con-pasión» de Jesús– Dios no olvida el sufrimiento de ningún hombre. 

   A la mirada compasiva de Jesús sigue la enseñanza: El contenido de la enseñanza de Jesús es revelarnos el amor que su Padre nos tiene. Así lo expresa al final de la oración en el Cenáculo:


“Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero Yo te he conocido y éstos han conocido que Tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos”.


Todo lo que el Hijo enseña brota del amor del Padre y a ese amor se ordena, porque Él ha venido al mundo a introducirnos en el amor con el que el Padre le ama. Es el amor del Padre el que resplandece en la mirada de Jesús y el que da su verdadero sentido y alcance a este gran signo que la compasión de Jesús va a realizar:


Era ya una hora muy avanzada cuando se le acercaron sus discípulos y le dijeron: “El lugar está deshabitado y ya es hora avanzada. Despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos del contorno a comprarse de comer”. Él les contestó: “Dadles vosotros de comer”. Ellos le dicen: “¿Vamos nosotros a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?” Él les dice: “¿Cuántos panes tenéis? Id a ver”. Después de haberse cerciorado, le dicen: “Cinco, y dos peces”.


Poco se imaginaban los apóstoles dónde iba a llevarlos este diálogo con Jesús. Con la referencia a los denarios y la contundente respuesta: «cinco, y dos peces», debieron pensar que quedaba zanjada la cuestión de que ellos pudieran dar de comer a la muchedumbre. Se manifestaron como hombres realistas y prácticos. Pobres. Se ve que todavía no conocían a su Maestro, no comprendían que cuando Jesús dice: «Dadles vosotros de comer», eso es exactamente lo que va a pasar. Así sucede siempre con las palabras de Jesús.


Entonces les mandó que se acomodaran todos por grupos sobre la verde hierba. Y se acomodaron por grupos de cien y de cincuenta. Y tomando los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los iba dando a los discípulos para que se los fueran sirviendo. También repartió entre todos los dos peces. Comieron todos y se saciaron. Y recogieron las sobras, doce canastos llenos y también lo de los peces. Los que comieron los panes fueron cinco mil hombres. 


La clave para comprender el amor de Jesús por esas gentes que hay detrás de esta obra de poder nos la da Mateo en el relato de la institución de la Eucaristía: 


Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: “Tomad, comed, éste es mi cuerpo”


Luego el Señor pondrá su Sacrificio en manos de los discípulos, para que den de comer a un número inimaginable de gentes a lo largo de los siglos con el alimento que permanece para vida eterna. Ésa es la vida de la Iglesia. En el Sacramento de la Eucaristía  la mirada compasiva de Jesús manifiesta todo su resplandor.


El relato termina:


Inmediatamente obligó a sus discípulos a subir a la barca y a ir por delante hacia Betsaida, mientras Él despedía a la gente. Después de despedirse de ellos se fue al monte a orar.


Notable la elegancia con la que Jesús trata a las personas. Cuando se queda solo Jesús se va al monte a orar. Después de esta jornada tan ajetreada, que ganas debía de tener de estar a solas con su Padre. En Jesús todo brota de la oración y todo lleva a la oración.


Lo que ahora va a suceder tiene su principio en la oración de Jesús:


Al atardecer estaba la barca en medio del mar y Él, solo, en tierra. Viendo que ellos se fatigaban remando pues el viento les era contrario, a eso de la cuarta vigilia de la noche viene hacia ellos caminando sobre el mar y quería pasarles de largo. Pero ellos viéndole caminar sobre el mar, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, pues todos le habían visto y estaban turbados. Pero Él, al instante, les habló, diciéndoles: “¡Ánimo! Yo soy, no temáis”. Subió entonces donde ellos a la barca y amainó el viento, y quedaron en su interior completamente estupefactos, pues no habían entendido lo de los panes, sino que su mente estaba embotada. Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret y atracaron.


En mitad de la oscuridad de la noche Jesús camina sobre el mar azotado por el viento. Las Escrituras de Israel emplean este simbolismo para expresar la soberanía y el poder de Dios: el mar se pone al servicio de la obra de Salvación. Caminando sobre el mar al encuentro de los suyos Jesús manifiesta que ha recibido de Dios esa soberanía y ese poder. 

   Cuando Jesús dice a sus discípulos: «¡Ánimo! Yo soy, no temáis», esas palabras brotan desde las profundidades de su vida divina, de su ser el Hijo de Dios que ha venido a salvarnos. Por eso no hay que temer a las fuerzas del mal y de la muerte, simbolizadas en la oscuridad, el fuerte viento, y el mar que comienza a encresparse.

   Los apóstoles no entienden. Ya entenderán cuando Jesús les envíe el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, que les revelará la verdad completa de todo lo que han vivido y de todo lo que han sido testigos –quizá con la mente embotada–.


El relato termina de un modo muy esperanzador. Comenzó con la muchedumbre que busca a Jesús y así termina, solo que ahora en esa muchedumbre abundan los enfermos:


Cuando bajaron de la barca, enseguida lo reconocieron. Y recorrían toda aquella región, y adonde oían que estaba Él le traían sobre las camillas a todos los que se sentían mal. Y en cualquier lugar que entraba, en pueblos o en ciudades o en aldeas, colocaban a los enfermos en las plazas, y le suplicaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y todos los que le tocaban quedaban sanos.


Donde está Jesús la vida tiene siempre la última palabra.


Excursus: Jesús se revela


El Señor se va revelando a sus apóstoles. En esta página del Evangelio de San Marcos, se revela en la preocupación por su descanso, en el cambio de plan cuando ve la muchedumbre que le espera, y en la compasión que llena su corazón –esta revelación es particular, porque es la compasión de Dios lo que da razón de la Redención: Dios no puede padecer, pero puede comparecer; y se compadece de su criatura sometida al poder del pecado y de la muerte. En el Corazón de Jesús habita la plenitud de la compasión de Dios. Jesús se revela como el pastor que ha sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel, que las acoge, las reúne, y les enseña el misterio de Dios; Jesús se revela en el modo de aceptar lo poco que pueden aportar sus discípulos para realizar la gran obra de poder anunciadora de la Eucaristía; Jesús se revela en la abundancia de la comida y en el cuidado por recoger las sobras; y se revela en el modo de despedir a la gente. Pero la revelación más profunda es su deseo de ir al monte para, envuelto en el silencio de la noche, estar a solas con su Padre Dios. Y desde el monte, desde Dios, Jesús revela su divinidad caminando sobre el mar y con el “¡Ánimo! Yo soy, no temáis”. Y Jesús se revela en las curaciones, porque el Hijo de Dios ha venido al mundo para darnos la vida que Él recibe del Padre, para que tengamos vida y vida en abundancia.


En el Cenáculo, a punto ya de encaminarse al encuentro con la Cruz, Jesús dijo a sus apóstoles:


“Cuando venga el Paráclito, que Yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio”.


El Espíritu Santo, con la colaboración de los apóstoles, ha querido dejar los Evangelios cuajados de testimonios que nos van diciendo quién es Jesús. Para que lo conozcamos, para que tengamos conciencia del amor que nos tiene, para que podamos parecernos a Él, para que podamos vivir su vida. Nunca agradeceremos bastante a los Apóstoles el tesoro que nos han dejado.



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