Meditación sobre 1 Jn 2,18-29
Estamos en la última horra; el hombre, cada hombre, vive en el horizonte del Juicio; nos vamos juzgando día a día con nuestras decisiones; es lo que nos dice esta Carta:
Hijos míos, es la última hora. Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es ya la última hora. Salieron de entre nosotros; pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros.
Muchos cristianos han dejado la Iglesia y ahora son enemigos de Cristo; y procuran apartar a los hombres de la verdad de Cristo. Son anticristos. El apóstol previene a los suyos para que estén vigilantes y no se dejen apartar del Señor: Hijos míos, es la última hora. Es la hora en la que queda claro quien es de Cristo y quien no. Por eso la última hora no tiene un sentido cronológico sino soteriológico, de salvación.
Se han ido, dice el autor de la Carta, porque no eran de los nuestros. Qué gran verdad. Una vez que te has encontrado con Jesucristo ya no le dejarás por nada del mundo. Simón Pedro lo expresó admirablemente en la sinagoga de Cafarnaúm, cuando Jesús se reveló como el Pan de vida. Nos dice San Juan:
Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo? (...) Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él. Jesús dijo entonces a los Doce: ¿También vosotros queréis marcharos? Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios.
Una vez que te has encontrado con el Santo de Dios, con el que tiene palabras de vida eterna, ¿cómo vas a dejarlo? ¿vas a vivir envuelto en el continuo parloteo de palabras vacías? ¿vas a poner tu vida al servicio del pecado y de la muerte? ¿vas a arrastrar hasta la sepultura todo el mal que has hecho en la vida sin que la Cruz de Cristo te perdone y te dé el poder de perdonar, expiar los pecados, y reparar el daño hecho a otras personas? No. Esos que no han permanecido en la Iglesia –muchos– no se habían encontrado con Jesús, no han llegado a conocerlo.
La Carta profundiza en el misterio del Anticristo:
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis. Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis y porque ninguna mentira viene de la verdad. ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Hijo posee también al Padre.
Los cristianos, ungidos con el Espíritu Santo, confiesan que Jesús es Cristo. Sólo en el Espíritu Santo se puede tener fe en Jesús; no hay ciencia humana que nos pueda llevar desde Jesús de Nazaret hasta el Cristo y el Hijo de Dios. Pero negar que Jesús es el Cristo es la gran mentira, la mentira que cierra el acceso al misterio de Dios, a la Redención, y a la filiación divina. El que cree que Jesús es el Cristo está en comunión con el Hijo y con el Padre.
En el Cenáculo, cuando está a punto de salir al encuentro con la Cruz, ante una petición de Felipe, Jesús responde:
¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras.
Consecuencia de esa unión es que quien confiesa al Hijo posee también al Padre, y todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre. Por eso el anticristo, el que niega que Jesús es el Cristo, niega al Padre y al Hijo.
Jesús continúa:
Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho.
Es asombroso el interés que tiene el Espíritu Santo en que nos salvemos. ¿Por qué nos querrá tanto? Con el horizonte de estas palabras del Hijo seguimos escuchando a Juan:
En cuanto a vosotros, lo que habéis oído desde el principio permanezca en vosotros. Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre; y ésta es la promesa que Él mismo os hizo: la vida eterna.
Os he escrito esto respecto a los que tratan de engañaros. Y en cuanto a vosotros, la unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Es más, tal como su unción — que es verdadera y no engaña — os enseña acerca de todas las cosas, permaneced en Él, del mismo modo que os enseñó.
Y ahora, hijos míos, permaneced en Él para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados lejos de Él en su Venida. Si sabéis que Él es justo, reconoced que todo el que obra la justicia ha nacido de Él.
Jesucristo viene al mundo a traernos la comunión de vida que Él tiene con su Padre Dios. Amando a Jesús y guardando su palabra somos transformados en morada del Padre y el Hijo, y permanecemos en el Hijo y en el Padre. De modo pleno y para siempre. Qué dignidad tenemos ante los ojos de Dios y cuánto debe amarnos. Qué misterio tan asombroso; no hay ciencia humana que nos lo pueda enseñar. Sólo el Espíritu Santo, que el Padre enviará en nombre del Hijo, nos lo enseñará todo.
Juan nos escribe para que tengamos claro que la vida del cristiano es un combate; no contra nada ni contra nadie. La vida del cristiano es un combate para permanecer en el Hijo y en el Padre. El combate terminará con la Parusía. De su Venida nos dice Jesús:
Verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Lo único verdaderamente importante para cada uno es que, cuando el Señor se manifieste, estemos en el grupo de sus elegidos. Para conseguirlo todo esfuerzo vale la pena.
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