Meditación sobre Jn 6,1-15
El capítulo sexto del evangelio de San Juan, centrado en la revelación que Jesús hace de la Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaúm, es de una importancia extrema para la vida de la Iglesia. El evangelista lo introduce con el gran signo del pan:
Después de esto partió Jesús al otro lado del mar de Galilea, de Tiberíades, y le seguía una gran muchedumbre, porque veían las señales que hacía con los enfermos.
La muchedumbre que sigue a Jesús hasta el otro lado del mar es gente que busca la vida, porque la vida es el verdadero anhelo del corazón humano. Hemos sido creados por el Dios vivo y hemos sido creados para la vida, para la vida plena, para la vida eterna. Las curaciones que el Señor realiza son señales de que con Él ha llegado el Reino de Dios, la vida que la humanidad esperaba desde que, a raíz del pecado del origen, la muerte se enseñoreó de la creación. Por eso las obras de Jesús son, para el que quiere ver, signos que llevan a la fe en Él.
Subió Jesús a un monte y se sentó con sus discípulos. Estaba cercana la Pascua, la fiesta de los judíos. Levantando, pues, los ojos Jesús y contemplando la gran muchedumbre que venía a Él, dijo a Felipe: “¿Dónde compraremos pan para dar de comer a éstos?” Ésto lo decía para probarle, porque Él bien sabía lo que había de hacer. Contestó Felipe: “Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno reciba un pedacito”. Díjole uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: “Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero esto, ¿qué es para tantos?”
Está cercana la Pascua de los judíos y Jesús, sentado en el monte y rodeado de sus discípulos, levanta los ojos y contempla una gran muchedumbre que va a Él. En esa muchedumbre que Jesús contempla desde el monte estamos todos los que, a lo largo de los siglos, vendremos a Él buscando la vida plena. El Señor levanta los ojos hacia nosotros; nos acoge con esa mirada que brota de su corazón compasivo y, desde ese día, vivimos envueltos en su amor.
En lo primero que Jesús piensa es en el pan necesario para alimentar a esa muchedumbre –es el sello de su Madre–. Al día siguiente, en la sinagoga de Cafarnaúm, nos revelará de qué pan se trata. Jesús sabe bien lo que quiere hacer: un signo poderoso que, además de mover a la fe, sea preparación del discurso sobre el pan de vida.
Los apóstoles hacen, con la mejor voluntad del mundo, lo que pueden; aunque son conscientes de que no pueden nada. Qué gran lección reciben, y que gran lección nos deja el Señor a todos: sin Él no podemos nada. Jesús no desprecia lo que sus discípulos y aquel muchacho –otro de los protagonistas anónimos de los Evangelios– pueden aportar; y realiza la gran señal eucarística tomando los panes y los peces y dando gracias.
Dijo Jesús: “Mandad que se acomoden”. Había en aquel sitio mucha hierba verde. Se acomodaron, pues, los hombres, en número de unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes, y, dando gracias, dio a los que estaban recostados, e igualmente de los peces, cuanto quisieron.
En el dar gracias está contenido el misterio de la vida de Jesús: Él no obra desde sí mismo, sino desde el Padre; su vivir brota de la oración, y todo el obrar de Jesús es un dar gracias al Padre; y se orienta a transformar nuestra vida en una gran acción de gracias a Dios. Eso es la Eucaristía.
Así que se saciaron, dijo a los discípulos: “Recoged los fragmentos que han sobrado, para que no se pierdan”. Los recogieron, y llenaron doce cestos de fragmentos que de los cinco panes de cebada sobraron a los que habían comido.
Después de que se ha saciado esa enorme cantidad de gente todavía sobra mucho. Esta abundancia es señal de que nunca faltará el pan de vida. Veinte siglos de historia de la Iglesia confirman, y de qué manera, este signo del pan. Además, en esa preocupación de Jesús por recoger lo sobrante se manifiesta el sello de José y del taller de Nazaret; el buen artesano no desecha nada, lo recoge y lo guarda todo, todo puede llegar a servir.
El relato concluye de modo muy triste:
Al ver la gente el prodigio que había realizado, decía: “Verdaderamente éste es el profeta que ha de venir al mundo”. Y Jesús, conociendo que iban a venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, se retiró de nuevo al monte Él solo.
La gente no ve el signo que Jesús ha realizado, signo del amor que Dios nos tiene y de la vida que su Hijo ha venido a traernos. ¿Por qué no preguntan? Es esencial preguntar a Jesús; para quererle hay que conocerlo, y para conocerlo hay que preguntarle, porque es el Hijo de Dios y no puede comprenderse desde la cultura. La gente lo interpreta todo con categorías políticas; ve lo que quiere ver y saca las consecuencias que le interesa sacar. Jesús, que lo sabe, se aparta. No se va a dejar manipular.
Los caminos se separan. El evangelista nos dice que Jesús se retiró de nuevo al monte Él solo. Pero con Jesús todo hay que entenderlo desde su propia vida. En el Cenáculo, cuando está a punto de ir al encuentro de la Cruz, el Señor les dice a sus discípulos:
Mirad que llega la hora –y ha llegado ya– en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo.
Jesús se retiró al monte a estar a solas con su Padre Dios. Envuelto en el silencio y la oscuridad de la noche va a preparar en la oración la profunda revelación que nos va a entregar al día siguiente en la sinagoga de Cafarnaúm. Jesús pide al Padre por sus apóstoles, para que acojan en la fe las importantes palabras de vida que les va a entregar y las lleven al mundo entero. Jesús le pide al Padre por nosotros, para que acojamos el misterio de la Eucaristía y vivamos de Él.
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