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La oración de Jesús en el Cenáculo

Med sobre Jn 17,1-26


En el Cenáculo, justo antes de salir hacia Getsemaní, Jesús se dirige a su Padre Dios. Esta intensa oración expresa los sentimientos con los que Cristo afronta su Pasión, y es la puerta por la que Jesús va ha entrar en el misterio que culminará en la glorificación del Padre y en su propia glorificación.


Así habló Jesús, y levantando los ojos al cielo dijo: “Padre, ha llegado la Hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que Tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese”. 


Ha llegado la hora que la humanidad esperaba desde el pecado del origen; la hora ser liberados de la esclavitud del pecado y del poder de la muerte; la hora para la que el Padre nos ha enviado a su Hijo. Ha llegado la hora de que el Padre glorifique al Hijo para que el Hijo le glorifique a Él. Jesús le pide al Padre que acoja la ofrenda que le va a hacer de su vida por nosotros. Así Jesús glorificado recibe del Padre el poder de darnos a participar de su vida, de dar la vida eterna a los que el Padre le ha dado; de darnos el poder de llegar a ser hijos de Dios. 

   Jesús nos introduce en la comunión de vida y amor que Él tiene con el Padre; hechos partícipes de la naturaleza divina podemos conocer a Dios como nuestro Padre y a Jesucristo como nuestro Redentor. Los discípulos de Jesús no quieren tener nada propio, ningún proyecto personal de vida; todo lo que quieren es ser un don que el Padre hace a su Hijo Jesucristo. 


Jesús nos deja su biografía: ha glorificado a su Padre en la tierra, llevando a cabo la obra que le encomendó realizar. Eso ha sido la vida de Jesús: en Belén, en la familia Nazaret, en el taller de José, en los caminos de Galilea. Ha llegado la hora de llevar a plenitud la obra que el Padre le ha encomendado realizar. El amor y la obediencia de Jesús transforma su Pasión en gloria de su Padre Dios. 

   Jesús nos ha revelado el misterio de su vida de Hijo del hombre. En la petición que dirige al Padre, nos revela el misterio de su ser Hijo de Dios: Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. Jesús es el Hijo Unigénito de Dios, el Amado del Padre desde antes de la creación del mundo. Le pide al Padre que revele ese misterio de amor.


Jesús ha pedido al Padre por Él, y la fe nos da la completa seguridad de que el Padre le dará todo lo que le ha pedido. Ahora va a pedir por sus discípulos, y estamos seguros de que el Padre, también ahora, le concederá lo que le pida:


“He manifestado tu Nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que Yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste”. 


Qué modo tan precioso tiene Jesús de presentar el misterio de la Redención y lo que han sido los años de su vida pública. Todo es sencillo. Todo sucede entre el Padre y Él, y ese grupo de discípulos que aceptan el don que el Padre les hace del Hijo y el ser un don que el Padre hace al Hijo. Jesús expresa con extraordinaria claridad para qué eligió a sus discípulos, la obra que ha hecho con ellos, y lo que les ha revelado a lo largo de los años de convivencia. Y Jesús nos dice cómo han respondido esos hombres y por qué han llegado a ser sus discípulos. ¿La clave de todo? Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra. En los Evangelios tenemos el testimonio de todo esto. Cuánto habrá rezado el Señor por sus Apóstoles desde que los invitó a seguirle.


Jesús sigue pidiendo al Padre por sus discípulos:


“Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y Yo voy a ti. Padre Santo, cuida en tu Nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros”. 


Jesús va al Padre; la Pasión es el camino. Y le pide al Padre Santo por los que le ha dado, porque son suyos y se van a quedar en el mundo. Le pide que los cuide en su Nombre para que sean uno, como el Padre y Él son uno. Todo es un misterio de unidad, de comunión familiar de personas; esa comunión, que es fruto de la oración de Jesús y manifiesta el misterio de la Redención obrada por Cristo, glorifica a Jesús en sus discípulos.

   Al decir que no reza por el mundo Jesús acentúa la separación entre la santidad de Dios y el ámbito del pecado. Pero eso no significa que el Señor abandone el mundo a su destino. San Lucas nos dice que lo primero que Jesús hizo, una vez crucificado, fue rezar por los pecadores: 

Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Jesús pide a su Padre por la santidad de todos los hombres. Por eso le ruega con esta preciosa y reveladora invocación: Padre Santo. Sólo el Hijo conoce al Padre; sólo Él sabe que su Padre es el Santo, del que nos viene toda santidad; que sólo Él puede introducirnos en el ámbito de su santidad; y que está deseando hacerlo. Por eso la Cruz de su Hijo.


El Señor continúa en ese tono de intimidad familiar que es el sello de esta oración en el Cenáculo.


“Cuando estaba con ellos, Yo cuidaba en tu Nombre a los que me diste. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti; y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como Yo no soy del mundo”. 


Qué modo tan precioso tiene Jesús de revelarnos lo que han sido los años de su vida pública; lo que ha sido su vida desde que eligió a sus apóstoles: ha estado cuidando a los que el Padre le ha dado, y lo ha hecho en su Nombre. Ahora ha llegado la hora de volver al Padre, y enseguida le pedirá que sea Él el que continúe cuidándolos. 

   Ha cuidado de todos, pero uno ha rechazado sus desvelos; no dice el nombre, sólo su naturaleza: «el hijo de la perdición» –que es un hebraísmo para expresar que Judas se ha entregado al Maligno–. El hijo de la perdición se ha perdido porque ha querido, no porque Jesús no haya visto en él el don del Padre, no le haya cuidado y no haya puesto todos los medios, hasta el último momento, para apartarlo del Maligno. Dios ya contaba con ello y ha respetado la libertad de ese hombre, como hace siempre con nosotros. 

   En la vida de Jesús todo es designio salvador de Dios. De ese designio, que cuenta con la libre actuación de los hombres, da testimonio la Escritura. Pero el conocimiento que Jesús tenía de que uno de los suyos lo iba a entregar no disminuye el dolor de la traición. El testimonio de ese dolor lo han dejado los evangelistas, cada uno a su modo, en los relatos de la Cena.

   La alegría de Jesús, la alegría que ha venido a traernos, es la alegría de ser el Hijo amado del Padre, la alegría de llevar a cabo la obra que el Padre le ha encargado. Esa alegría, que solo Jesús puede darnos, expresa lo esencial de nuestra vida cristiana: somos hijos de Dios y estamos en el mundo para llevar a cabo la obra que Dios nos encarga.

   El odio del mundo. Como los discípulos acogen la palabra de Dios, el mundo los odia, como ha odiado a Jesús. El que quiera ser cristiano, el que quiera ser fiel a Cristo, tiene que contar con ese odio –que es el responsable de la Cruz–. Por eso Jesús nos ha invitado tantas veces a vivir en vigilia de oración.


Jesús sigue pidiendo por sus discípulos. Enseguida nos incluirá a todos los cristianos en su oración:


“No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como Yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Como Tú me has enviado al mundo, Yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad”.


Jesús insiste –es un tema que recorre toda su oración– en la separación de los suyos –de Él mismo– y del mundo. Ahora vuelve al Padre y sus discípulos seguirán en el mundo. Lo que Jesús pide para sus discípulos no es que su Padre los retire del mundo, sino que los guarde del Maligno y que los santifique en la verdad. 

   Santificar –consagrar– en la verdad dice la total pertenencia a Dios y, por eso, la no pertenencia al Maligno ni al mundo. El Padre Santo nos hace completamente suyos; para eso ha enviado a su Hijo al mundo, para que nos traiga su palabra. No hay otro acceso a la santidad de Dios mas que la obediencia amorosa a su palabra. Así se ha santificado Jesús a sí mismo, obedeciendo hasta la Cruz; y así ha hecho a sus discípulos capaces de acoger la palabra del Padre y llevarla al mundo. Así se han santificado en la verdad, y nos han traído a nosotros el poder de ser santos. El fundamento de nuestra santidad es esta oración de Jesús.


Ahora la oración de Jesús se dilata hasta abarcar a todos los que, gracias al testimonio apostólico, llegarán a creer en Él a lo largo de los siglos:


“No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que por medio de su palabra creerán en mí: que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y Yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado”. 


Jesús le pide al Padre por la unidad de los cristianos. La unidad que tiene su fundamento en la comunión entre las personas del Padre y el Hijo –como Tú, Padre, en mí y Yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros–. El Hijo ha venido al mundo, enviado por el Padre, para expiar nuestros pecados, reconciliarnos con Dios e introducirnos, como hijos, en la comunión que Él tiene con su Padre. El fruto de esta unidad es la fe del mundo en que Jesucristo es el enviado del Padre. A esta oración de Jesús por la unidad podemos unirnos todos los cristianos.

   

Jesús insiste en el misterio de la unidad de comunión. Lo que ahora nos va a revelar es asombroso:


“Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno; Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad, y el mundo conozca que Tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí”. 


El Hijo ha venido al mundo a introducirnos en la comunión que Él tiene con el Padre. Ha venido a darnos a conocer todo lo que ha oído a su Padre; a darnos la vida que Él recibe del Padre; a amarnos con el amor con el que el Padre le ama a Él. En resumen, a darnos la gloria que el Padre le ha dado. En el Misterio de la Santísima Trinidad arraiga la unidad de los cristianos. 

   De esa unidad se siguen cosas asombrosas. Jesús lo expresa así: y el mundo conozca que Tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Qué preciosidad. ¿Qué sería nuestra sociedad si tuviéramos una clara conciencia de que Dios Padre nos ama a cada uno con el amor con el que ama a su Hijo? Si dejamos que estas palabras de Jesús se nos graben en el alma y las meditamos asiduamente la vida se transformará, y el corazón desbordará de alegría. Porque el Padre solo tiene un amor: el amor de Padre con el que ama a su Unigénito. Con ese amor, nos dice Jesús, nos ama también a nosotros. El mundo conocerá este misterio asombroso si vivimos consumados en la unidad. Qué importancia tiene la unidad en el cristianismo.


Se acerca el final de la oración. Jesús pasa del «ruego» al «quiero»:


“Padre, los que me has dado, quiero que donde estoy Yo estén también ellos conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado; porque me has amado antes de la creación del mundo”. 


El querer de Jesús. Ese querer tenernos con Él, porque somos un don que el Padre le ha hecho, es lo que da razón de su venida al mundo y de llegar hasta la Cruz. Quiere tenernos con Él para que contemplemos el amor con el que el Padre le ha amado desde la eternidad. ¿Qué será eso? ¿Qué será contemplar el amor de Dios que resplandece en Jesucristo Resucitado? ¿Qué será estar envueltos en esa gloria que el Hijo recibe del Padre?

   Jesús quiere tenernos con Él para siempre. Y nosotros, ¿tenemos ese mismo deseo? Ese deseo es pura gracia. Hay que pedírsela a nuestro Padre Dios. Es la gracia que hace crecer en nosotros la fe y el amor a Jesucristo. Una gracia que se manifiesta en el deseo de estar con Cristo en todas las circunstancias de la vida; una gracia que transforma nuestra vida ordinaria: ya nunca estaremos solos.

   Para el que cree firmemente en Jesucristo, y le ama mucho, no puede haber nada igual a saberse un don que el Padre ha hecho a su Hijo; nada igual a contemplar el resplandor en la Humanidad de Jesús del Amor con el que el Padre le ama desde antes de la creación del mundo. Después de tantos años de meditar la Pasión de Cristo, de contemplarlo en la Cruz y de sufrir tanta burla y desprecio que nuestra sociedad descarga sobre Él, ese para que contemplen mi gloria tiene que ser algo inimaginable. 

   Hay aquí todo un camino de crecimiento, todo un campo para pedir a Dios gracia abundante para que la fe y el amor al Señor crezca día a día. Para el que vive de fe y ama a Jesús sobre todas las cosas, esta oración de Jesús, que el Padre escucha, es el fundamento de su alegría y de su esperanza.


Jesús termina su oración. Lo que pide es asombroso:  


“Padre Justo, el mundo no te ha conocido, pero Yo te he conocido y éstos han conocido que Tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el Amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos”.


Después de llamarle Padre y Padre Santo, ahora se dirige a Dios llamándole Padre Justo. Porque no conoce al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el mundo se crea otros dioses; pero no son el Padre Justo, sino ídolos que exigen un altísimo tributo de sangre inocente. Eso es la historia.

   Los que acogen la obra del Padre en su corazón y se dejan transformar en un don que el Padre hace a Jesús, conocen que Jesús es el enviado del Padre, el don que el Padre nos hace. Al final todo se contiene en una palabra de tres letras: «don». El Hijo es un don que el Padre nos hace y nosotros somos un don que el Padre hace al Hijo.

   Sólo el Hijo conoce al Padre, y ha venido a dárnoslo a conocer. Y nos lo seguirá dando a conocer con la acción del Espíritu Santo y la colaboración de la Iglesia. ¿Para qué?: Para que el Amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos. Para esto se ha hecho hombre el Hijo de Dios. 

   Estas palabras de Jesús son realmente insondables. Con estas palabras termina su oración en el Cenáculo, que es la puerta por la que entra en la Pasión. Luego, la Cruz y la Resurrección darán el verdadero sentido y valor a esta oración de Jesús.



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