Meditación sobre Jn 16,5-15
La conversación de Jesús con los suyos en el Cenáculo es una larga despedida. Se acerca el final:
“Ahora me voy a aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿Dónde vas? Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza”.
Jesús vuelve al Padre. Tiene que culminar la obra de la Redención y reconciliarnos con Él. El corazón de sus discípulos se llena de tristeza. ¿Qué va a ser de ellos sin su Maestro? Qué hora tan dolorosa para los apóstoles. Después de tres años de convivencia estrecha ahora el Señor les va a dejar. ¿Qué será su vida sin Él? ¿Qué será de ellos en un mundo que los odia y los va a perseguir con saña, como Jesús les acaba de decir con terrible claridad? El Señor les tranquiliza: todo responde al designio de salvación de Dios:
“Pero Yo os digo la verdad: Os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando Él venga convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”.
Jesús siempre nos dice la verdad. Por eso una vez que te has encontrado con Jesucristo lo demás no tiene importancia real. La verdad que nos dice ahora es extraordinariamente rica en revelación: fruto de ese irse al que le ha enviado es que nos enviará al Paráclito –el término puede significar consolador, abogado, defensor, protector, intercesor–. El Espíritu Santo viene a convencernos de que la Pasión responde al designio Salvador de Dios. Viene a convencer para salvar, no para condenar. Por eso es clave escuchar al Espíritu Santo para dejarse convencer.
Jesús nos envía al Paráclito para que nos convenza de pecado: de pecado, porque no creen en mí. La Cruz de Cristo es el fruto del pecado; y el pecado es el fruto de no creer en Jesucristo. Siempre la fe. Cuando escuchas al Espíritu Santo, todos los caminos te llevan a la fe en Jesús; ahí nos lo jugamos todo. El Paráclito nos convence para que vivamos de fe. Siempre. Solo. Todo lo que en nuestra vida no sea manifestación de fe en Cristo descargará como violencia en el Crucificado. Así nos lo dice San Pedro en su primera Carta hablando de Jesucristo,
el mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados.
Si escuchamos al Espíritu Santo abrimos espacio a la fe en este mundo.
Jesús nos dice que el Paráclito nos convence también de justicia. La Pasión de Cristo comenzó delante del tribunal del Sanedrín y, luego, ante el tribunal del Procurador romano. El Espíritu Santo nos convence de justicia: de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más. La justicia estaba de parte del Crucificado, al que el Padre ha Resucitado y llevado con Él, sentándolo a la diestra de su Majestad en las alturas. El Espíritu Santo nos convence para que nos pongamos siempre de parte de Jesús. Siempre. Nunca de parte de los poderosos. Cueste lo que cueste, siempre de parte de Jesús, que es estar de parte de la justicia del Dios Justo. Así abriremos espacio a la justicia de Dios en este mundo.
Y Jesús nos dice que, si le escuchamos, el Espíritu Santo nos convence de juicio: de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado. Con la muerte de Cristo se cumplió el juicio del príncipe de este mundo. El príncipe de este mundo ya está juzgado; nosotros todavía no. El Espíritu Santo nos convence de que llegará un día en el que también nosotros compareceremos ante el tribunal de Dios. San Pablo, en la Carta a los Romanos, lo dice con fuerza:
Pero tú ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué desprecias a tu hermano? En efecto, todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios, pues dice la Escritura: ‘¡Por mi vida!, dice el Señor, que toda rodilla se doblará ante mí, y toda lengua bendecirá a Dios’. Así pues, cada uno de vosotros dará cuenta de sí mismo a Dios.
Si escuchamos al Espíritu Santo emplearemos el tiempo de esta vida en preparar el juicio al que nos encaminamos.
Jesús sigue hablando de la venida del Espíritu Santo:
“Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él –el Espíritu de la verdad– os guiará hasta la verdad completa, pues no hablará por su cuenta sino que hablará lo que oiga y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros”.
Ahora Jesús llama al Paráclito Espíritu de la verdad, porque es el que nos va a llevar hasta la verdad completa. A Jesús le queda todavía por decir su palabra más importante: la palabra de la Cruz y de la Exaltación, que es la palabra con la que Jesús transforma el odio del mundo, que descarga sobre Él en la Pasión, en amor obediente y humilde al Padre; en Redención. Esta es la palabra que da sentido y valor a todo lo que Jesús hace y dice. Es una palabra que no se puede comprender sin la asistencia del Espíritu de la verdad. No hay ciencia humana que nos pueda llevar de la Cruz de Cristo a lo que San Pablo asegura:
El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación.
El Espíritu de la verdad nos irá llevando a la verdad completa de todo lo que recibe de Jesús. Así le da gloria, porque nos revela que Jesús es el Hijo único de Dios, y que todo lo que tiene el Padre es suyo.
En este breve párrafo el Señor nos ha dicho varias veces que el Espíritu de la verdad nos hablará y nos anunciará todo lo que Él ha recibido del Padre. Qué extraordinaria importancia tiene aprender a escuchar al Espíritu Santo. ¿Quién nos puede enseñar? Solo hay una persona humana que puede hacerlo, y no habrá otra: María de Nazaret.
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