Meditación sobre Lc 23,33-34
Las Escrituras de Israel están cuajadas de oraciones de intercesión. Particular importancia tiene la de Abraham pidiendo a Dios para salvar a Sodoma y de Gomorra, y la de Moisés intercediendo Israel ante el gravísimo pecado de idolatría con el becerro de oro. Y hay muchas otras, no pocas de ellas de una profunda belleza. Forman como un largo camino que Israel, seguro de ser escuchado por su Dios, fue recorriendo con confianza. Este camino culmina en la oración de intercesión de Jesús. Jesucristo, intercediendo en el trono de la Cruz y, ya Resucitado, sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, lleva a una plenitud insospechada esta admirable tradición que comenzó en Abraham y tuvo en Moisés un representante eximio. A esa tradición nos incorpora. Con la oración de intercesión aprendemos que nuestro Dios es un Dios compasivo y misericordioso, grande en perdonar.
Del relato de la Pasión según San Lucas:
Llegados al lugar llamado Calvario le crucificaron allí a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
La primera palabra de Jesús desde la Cruz es la oración. Jesús acoge el pecado del mundo y lo transforma en oración de intercesión. En su Pasión ha ganado el poder de hacer de la ofrenda de su vida oración de intercesión por nosotros. Desde ese día la petición del Hijo encarnado envuelve el cielo y la tierra, y graba el sello de la esperanza en el corazón de toda persona: pase lo que pase en nuestra vida tenemos la seguridad de que Jesús intercede ante su Padre Dios por nosotros; hasta el último momento podremos abrir el corazón a su oración y convertirnos.
Con su oración Jesús nos enseña que nosotros no tenemos que juzgar, que el juicio es cosa de Dios; nosotros tenemos que unirnos a Él e interceder. Así abrimos espacio al perdón de Dios. Unida a la intercesión de Jesús nuestra oración tiene un poder que no podemos sospechar; es una admirable gracia de Dios: siempre podemos interceder –y tantas veces no podemos hacer otra cosa–; todo lo podemos convertir en oración de intercesión –así la vida ordinaria adquiere un valor verdaderamente divino–; en la oración nadie nos resulta extraño –y el corazón se dilata, se hace católico–. Así conozco que toda persona necesita de mi oración y yo necesito de la oración de todos.
Jesús nos ha dejado su poder de interceder en la Santa Misa. En el Sacrificio Eucarístico nos asocia a su intercesión. El poder que tenemos ante Dios no deriva de ningún mérito nuestro, sino de que el Crucificado se ha puesto en nuestras manos para que lo ofrezcamos al Padre como Víctima de propiciación por los pecados de los hombres –los nuestros los primeros–.
En el Calvario, Jesús asocia de un modo único a su Madre a su oración. Y cuando nos la dé por Madre, nos la dará también por Intercesora. El Espíritu Santo ha ido llevando a la Iglesia a tener clara conciencia del poder de intercesión de la Madre de Jesús. Esa conciencia se manifiesta en la vida de los cristianos de mil maneras; y llena el corazón de esperanza. María es el último recurso del pecador más empedernido.
Que Jesucristo intercede por nosotros lo descubriremos con una luz nueva el día que nos presentemos ante el tribunal de Dios. Nos lo asegura san Pablo en la carta a los Romanos:
Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?
Qué palabras tan conmovedoras. Estas palabras del Apóstol llenan el corazón de consuelo y esperanza. Dios está con nosotros. Cristo Jesús no nos condenará. El Crucificado y Resucitado está ahora a la diestra de Dios intercediendo por nosotros. El día que Dios nos llame a su presencia lo comprobaremos.
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