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Eucaristía y traición

Meditación sobre Mc 14,12-31


Cuando Jesús sabe que ha llegado su hora ya lo tiene todo preparado; marcha al encuentro de la Cruz con plena conciencia y total libertad. 


El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?” Y envía a dos de sus discípulos y les dice: “Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle, y allí donde entre decid al dueño de la casa: El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos? Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros”. Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua.


Los dos discípulos manifiestan plena confianza en su Maestro, y su confianza no les defrauda: lo encontraron todo tal como el Señor les había dicho. Parece que son también ellos los que preparan la Pascua. Estos hombres se demuestran buenos colaboradores en esta hora tan decisiva para la Redención. Después de este simpático relato donde destaca la confianza en Jesús de sus discípulos y del dueño de la casa donde van a comer la Pascua, comparece la traición:


Al atardecer llega Él con los Doce. Y mientras comían recostados, Jesús dijo: “Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará, el que come conmigo”. Ellos empezaron a entristecerse y a decirle uno tras otro: “¿Acaso soy yo?” Él les dijo: “Uno de los Doce, el que moja conmigo en el mismo plato. Porque el Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!”


Jesús sabe que lo que va a suceder responde al designio salvador de Dios, que está en las Escrituras. Jesús obra movido por amor y obediencia a su Padre. Pero eso no le ahorra el dolor de ser entregado por uno de los suyos, elegido por Él con la esperanza de que, llegado el día, llevase su Evangelio al mundo. Las palabras de Jesús expresan su dolor; el «ay» es un último y dramático intento para mover al que va a entregarlo al arrepentimiento. Jesús fracasa. Pero no denuncia al traidor. La referencia al mojar con Él –todos mojaban en la fuente común–, es un modo de subrayar la intimidad con la que trata a Judas hasta el último momento.

   La traición seguirá su curso. Pocas horas después el traidor descubrirá que ha sido un mero juguete en manos de los poderosos; que lo único que pretendían de él los sumos sacerdotes y los ancianos era utilizarlo para humillar y hacer sufrir a Jesús, para no ahorrarle ningún dolor. San Mateo nos cuenta en su evangelio el terrible final de Judas. 

   Qué ajenos estaban los discípulos a este drama. Qué tristeza les produce el anuncio de Jesús. Tristeza y desconcierto. Son conscientes de que su Maestro no habla a tontas y a locas, que conoce como nadie lo que hay en el corazón del hombre, también en el ellos. Quizá por eso preguntan uno tras otro al Señor; para que Jesús les reconforte. Posiblemente, con las últimas palabras de Jesús, que son tan terribles, el traidor ha dejado la sala. 


Llega el momento culminante. En la oración, Jesús va a transformar el ser entregado por la entrega de su vida al Padre por nosotros. Es la transformación que salva al mundo. 


Y mientras estaban comiendo tomó pan, y habiendo pronunciado la bendición, lo partió y se lo dio y dijo: “Tomad, ésto es mi Cuerpo”. Y habiendo tomado un cáliz y dadas las gracias, se lo dio, y bebieron todos de él. Y les dijo: “Ésta es mi Sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios”. 


El pronunciar la bendición y el dar gracias enlaza directamente con las ocasiones en las que había alimentado a una muchedumbre con unos pocos panes. Aquellos fueron milagros extraordinarios; lo que ahora Jesús le pide a su Padre Dios supera todo lo imaginable. Jesús pide que el pan y el vino se conviertan en su Cuerpo y su Sangre –ésto es; ésta es–. Le pide también que sean alimento –Tomad; bebieron todos de él–. Y le pide al Padre que acepte la ofrenda que le hace de su vida –mi Sangre derramada–. ¿Cómo serían los sentimientos del Señor mientras dirigía esta petición al Padre? Quizá nos tuvo presente a todos los que, por pura gracia de Dios, haríamos de la Eucaristía el centro y la raíz de nuestra vida cristiana.

   En esta oración de institución de la Eucaristía Jesús nos revela el sentido de la Pasión, que dará a las palabras del Señor su terrible realismo. La Resurrección les dará su verdad plena: el Padre escucha la oración y acepta la ofrenda de su vida que el Hijo le hace por nosotros. Y la Sangre derramada –fuente de todos los bienes para el cristiano– será la Sangre que nos reconcilie con Dios, la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna.

   El Señor termina despidiéndose de sus discípulos e invitándolos al banquete en el Reino de Dios. Quizá se pueda escuchar aquí lo que el Apocalipsis nos dice en el cap. 19: 


Y oí el ruido de muchedumbre inmensa y como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y decían: ¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura –el lino son las buenas acciones de los santos–. Luego me dice: Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero. Me dijo además: Éstas son palabras verdaderas de Dios.


La traición de Judas no ha sido la última palabra. Lo que Jesús dice camino de Getsemaní añade realismo y verdad a su Pasión.


Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos. Jesús les dice: “Todos os vais a escandalizar, ya que está escrito: heriré al pastor y se dispersarán las ovejas. Pero después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea”. Pedro le dijo: “Aunque todos se escandalicen, yo no”. Jesús le dice: “Yo te aseguro: hoy, esta misma noche, antes que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres”. Pero él insistía: “Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré”. Lo mismo decían también todos.


Jesús lleva meses anunciando a sus discípulos lo que se van a encontrar; para que no se hundan. Sabe que no le han escuchado. Pero a Jesús hay que escucharle. Aunque no lo entiendas, aunque no responda a tus proyectos. A Jesús hay que escucharle porque sus palabras se cumplirán y, si le escuchas, podrás prepararte. Cómo hubiesen cambiado las cosas si los discípulos, y sobre todo Pedro, hubiesen escuchado a Jesús cuando empezó a anunciarles la Pasión tantos meses antes; si hubiesen aprendido de María a guardar las palabras de su Maestro en el corazón y a meditarlas. Cuando no se escucha a Jesús es que no se tiene fe en Él. Y sin Jesús los discípulos son como un grupo de ovejas asustadas, impotentes, dispersas.

   Qué noche tan triste. Y lo que le espera al Señor en Getsemaní. El Señor sabía lo que iba a pasar. No hay sorpresa en sus palabras. Tampoco reproche. Pero Jesús ve que tiene que darle una lección a Pedro.  Y qué lección. Las palabras de Jesús a Pedro son un verdadero trallazo. Le llegarán al corazón cuando escuche cantar al gallo por segunda vez. Entonces,  nos dirá el evangelista, Pedro recordó lo que le había dicho Jesús: Antes que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres. Y rompió a llorar.

   Como en las predicciones anteriores, la muerte no tiene la última palabra; la última palabra la tiene la Resurrección. El Señor lo deja claro. Después de su resurrección volverá a reunir a sus ovejas para llevarlas a la privilegiada tierra de Galilea. Donde todo comenzó. Donde todo volverá a comenzar. Pero esta vez irá delante Jesucristo Resucitado. Esta vez será el comienzo definitivo. 




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