Meditación sobre Jn 18,1-13
Jesús termina la oración en el Cenáculo. Ahora va a respaldar sus palabras con la entrega al Padre de su vida por nosotros. Acogiendo el Sacrificio de Cristo y sentándolo a la diestra de su Majestad en las alturas, el Padre está acogiendo su oración.
Dicho esto, pasó Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron Él y sus discípulos. Pero también Judas, el que le entregaba, conocía el sitio, porque Jesús se había reunido allí muchas veces con sus discípulos. Judas, pues, llega allí con la cohorte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas.
Jesús no se esconde. Que se reunía allí con sus discípulos lo sabía Judas y lo sabía todo el que tenía algún interés en Jesús. Desde luego lo sabían las autoridades judías que desde que Juan Bautista empezó a dar testimonio del Señor lo han acosado con saña. Entonces, ¿qué pinta Judas? Nada. Para el desarrollo de los acontecimientos no pinta nada. Sí que pinta y mucho para añadir dolor al corazón de Cristo y para descalificarlo ante el pueblo.
Jesús, que sabía todo lo que le iba a suceder, se adelanta y les pregunta: ¿A quién buscáis? Le contestaron: A Jesús el Nazareno. Díceles: Yo soy. Judas, el que lo entregaba, estaba también con ellos. Cuando les dijo: ‘Yo soy’, retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó de nuevo: ¿A quién buscáis? Le contestaron: A Jesús el Nazareno. Respondió Jesús: Ya os he dicho que Yo soy; así que si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos. Así se cumpliría lo que había dicho: ‘De los que me has dado, no he perdido a ninguno’.
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús dijo a Pedro: Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?
Jesús controla los acontecimientos. El “Yo soy” lo domina todo. El Yo que dice “Yo soy” es el Hijo de Dios; sus palabras brotan de la profundidad del misterio de comunión de las tres Divinas Personas. Este “Yo soy” de Getsemaní está tan cargado de la divinidad de Jesús, que los que vienen para detenerlo con las linternas, antorchas y armas no pueden resistir en pie.
¿A quién buscáis? Jesús, que lo sabe todo, no sólo sabe a quién buscan, sino que sabe quién lo busca y para que lo busca. Me parece que el libro del Apocalipsis explica con poderosas imágenes lo que está sucediendo en Getsemaní:
Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz.
Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos y sobre sus cabezas siete diademas. Su cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra. El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz.
Satanás piensa que ha llegado su hora. Todos los demás, desde el Sumo Sacerdote y Pilato hasta aquellos pobres esbirros –Judas incluido– que van a detener a Jesús con sus armas no son más que marionetas. El gesto de Simón Pedro es patético. Todavía no ha aprendido que la violencia no tiene sitio en el obrar de Jesús. Eso queda para las luchas de poder de este mundo. La violencia sí tiene sitio en el padecer de Jesús, que acogerá toda la violencia de la historia en su Pasión. Así el Resucitado dará principio a una nueva historia: la historia de los hijos de Dios. Pero desde que comenzó la Última Cena San Juan ha dejado claro de diversos modos que Simón Pedro no encuentra su lugar. Y todavía falta lo más terrible.
La clave de la Pasión nos la da Jesús con una breve frase: La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber? Todo responde a la voluntad del Padre y Jesús acogerá esa voluntad con obediencia amorosa. Beberá hasta la última gota el cáliz que el Padre le tiene preparado. Es lo que le ha pedido a su Padre en el comienzo de la oración en el Cenáculo: Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne dé también vida eterna a todos los que Tú le has dado.
Muy significativo cómo defiende Jesús a sus discípulos –si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos–, y la razón que da el evangelista: Así se cumpliría lo que había dicho: ‘De los que me has dado, no he perdido a ninguno’. Volvemos a la oración de Jesús que ilumina esa noche en que parece que el poder de las tinieblas lo domina todo:
Padre santo, cuida en tu Nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba Yo con ellos, Yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura.
Jesús está obedeciendo el designio de Dios para Él –es lo que la copa simboliza–. La Pasión es algo entre Jesucristo y su Padre Dios. Para darnos la vida eterna.
Y llega el prendimiento. Ya nadie puede pensar que es una cuestión de fuerza:
Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, le ataron y le llevaron primero a casa de Anás, pues era suegro de Caifás, el Sumo Sacerdote de aquel año.
Comentarios
Publicar un comentario